Se nos quedó cara de tontos cuando vimos a los golpistas catalanes exhibir su euforia y chulería fuera de la cárcel. Una prueba más de la rendición del Estado ante un nacionalismo reaccionario y racista. Pero no será la última. Falta reformar el Código Penal y convocar un referéndum. España va camino de ser la Yugoslavia del sur
Todas las piezas empiezan a encajar. Hagamos memoria histórica para complacer a doña Carmen Calvo de Cabra.
En la II República la izquierda se reconocía como española. Era izquierda y era española. Azaña, Negrín y La Pasionaria eran españoles de izquierdas. Durante la guerra civil, los dos primeros echaron pestes de los nacionalistas catalanes y vascos por traicionar a la causa republicana.
“No sería de extrañar que acabásemos a garrotazos como los serbios y los croatas. Es más, pienso que al Gran Dinero le interesa una España descuartizada”
Pero la izquierda comenzó a desnacionalizarse a partir de los años sesenta, todavía en plena dictadura. Entonces le otorgó pedigrí democrático a los nacionalismos. Cuando menos, resulta llamativa esa pleitesía rendida por la izquierda a los nacionalistas si volvemos a hacer memoria histórica, tan querida por doña Carmen Calvo de Cabra, el pueblo cordobés que fue bombardeado de manera inmisericorde por la aviación republicana, lo que le ha valido ser llamado el Guernica de los nacionales.
Veamos: Esquerra Republicana fue un partido golpista contra la legítima República, con unas juventudes (los escamots) de clara estética e ideario fascistas. Aclaremos: el PNV, fundado por un prenazi, es un partido reaccionario, clerical y racista que traicionó a la República rindiéndose a los fascistas italianos en Santoña en 1937. Ahora se dedica a pasar el cepillo por Madrid con muy buenos resultados, por cierto.
Murió el dictador y llegó la aparente democracia. Y los legisladores constituyentes, con un ingeniero y un actor de teatro al frente, pactaron que la Constitución reconociese la existencia de ‘nacionalidades’ —¡qué error, qué inmenso error!— dentro del Estado de las autonomías. Confiaban, ingenuos, en que esto resolvería el problema territorial de España. No conocían a los nacionalistas. Lejos de ser así, los nacionalistas, una vez recibida la competencia de la educación y con el control de los medios de comunicación, se pusieron a hacer país, lo que llevó a arrinconar el castellano y a borrar los lazos comunes con el resto de los españoles.
Los sucesivos presidentes de Gobierno miraron a otro lado mientras el PNV, con el apoyo oblicuo de ETA, imponía su hegemonía en el País Vasco, y CiU, una coalición poblada de antiguos franquistas como el abuelo de Pere Aragonès, implantaba un régimen corrupto a cuya cabeza estaba el delincuente Jordi Pujol y su familia.
El proceso de desnacionalización iba adquiriendo forma consistente con la aprobación de las distintas leyes de Educación, que reforzaban el poder de los sátrapas autonómicos. Los virreyes impusieron una visión particularista de la historia en la educación. España, poco a poco, se iba haciendo líquida, irreconocible para los jóvenes. Eran indiferentes a la idea de España y a sus símbolos, o claramente hostiles a ellos porque España era, como es sabido, una creación de Francisco Franco.
Las piezas empezaban a encajar.
Llegó el demoníaco Zapatero al poder, montado en un tren de cercanías, y dio una vuelta de tuerca al proceso (qué bonita palabra la de proceso o pruses, para los entendidos). El infame Zapatero prometió una segunda ronda de estatutos que nadie había pedido, salvo las oligarquías nacionalistas. Más de la mitad de la población no fue a votar el nuevo Estatuto catalán en 2006. Ese era el enorme interés que despertaba entre los obreros de Martorell, explotados por sus patronos nacionalistas, los que apoyaron a Primo de Rivera, financiaron el golpe de Franco, hicieron negocios con Pujol y ahora han acudido a la cita con el maniquí en el Liceo. La putrefacta burguesía catalana, para entendernos.
El Parlamento y, después, el Constitucional cepillaron el Estatut por ser claramente anticonstitucional. Proponía una fiscalidad propia, marginaba por completo al castellano en la Administración y, lo más importante, asentaba un poder judicial independiente que hubiera evitado juzgar al padrino Pujol. Fue tumbado gracias al magistrado progresista Manuel Aragón. Hoy ya no lo habría.
En octubre de 2017 unos partidos reaccionarios y racistas dieron un golpe de Estado, como hicieron Macià y Companys en los años treinta. Fracasó, pero por poco. Si fracasó fue gracias a los más de 6.000 policías nacionales y guardias civiles que se jugaron la vida, gracias a esos jueces y fiscales que defendieron el ordenamiento jurídico, gracias al millón de personas que salieron a la calle en Barcelona a defender la Constitución y gracias, sobre todo, al Rey de España y a su discurso del 3 de octubre. Todos han sido traicionados.
El Tribunal Supremo condenó a los golpistas a penas muy generosas porque todo fue, según la sentencia, producto de una “ensoñación”. Barcelona y otras ciudades catalanas ardieron durante una semana.
Entretanto, un aventurero de la política, dicen que socialista, llegó al poder gracias a una moción de censura respaldada por los partidos separatistas. Desde entonces los ha necesitado para seguir al frente del Gobierno. Sigue pagándoles las facturas. La última, y más dolorosa, ha sido la concesión del indulto a los golpistas, aprobada en el Consejo de Ministros del 22 de junio, en nombre de la “concordia” y el “reencuentro”. Ellos, los sediciosos, se ciscaron de la magnanimidad presidencial nada más salir de la cárcel. Lo volverán a hacer pero, aprendida la lección, de manera más efectiva.
España ha sido humillada, pero a las élites —banqueros, garamendis, sotanas amigas de los niños, intelectuales orgánicos y demás periodistas de cámara— les importa un carajo que un tipo sin escrúpulos haya puesto a nuestro país de rodillas. Ellos van a lo suyo: a hacer negocio, la pela siempre será la pela.
El maniquí, con su característica desvergüenza de tahúr, anuncia ahora “un nuevo país” en una segunda transición. Es un Suárez de todo a cien.
Entramos en la segunda fase del proceso con la rebaja penal para el delito de sedición y, después, si las circunstancias lo permiten, la convocatoria de un referéndum de autodeterminación al que no llamarán como tal. El objetivo es ir a un Estado confederal porque la hermosa alternativa de la independencia no acaba de convencer a la burguesía putrefacta catalana. Qué sería de sus bancos, compañías energéticas y empresas de alimentación sin los palurdos clientes de Murcia y Logroño.
España tiene pinta de Yugoslavia del sur. El maniquí, evidentemente, no es Tito. Yugoslavia, mal que bien, tiró como federación hasta que el mariscal murió. Lo que vino después es conocido: una guerra a sólo dos horas y media de Manises. Empezamos a parecernos un poco a los yugoslavos. El Estado de las autonomías nos ha balcanizado. Con nuestro pasado violento no sería de extrañar que acabásemos a garrotazos como los serbios y los croatas. Es más, pienso que al Gran Dinero le interesa una España débil, un poco descuartizada. Y si las cosas se ponen feas, siempre habrá un socialista al frente de la OTAN que decida bombardeos humanitarios sobre la Gran Castilla (Serbia) para forzar la independencia de Cataluña (Croacia) y el País Vasco (Bosnia).
La historia se pone sumamente interesante. Nos vamos a divertir los próximos años. Luego llegarán las lágrimas, la pobreza y el odio, pero ahora no nos pongamos tristes. ¡Fuera mascarillas y viva el botellón! Ha comenzado el verano, la estación hortera y quinqui del año, idónea para que este Gobierno fake haya humillado a los españoles que se resisten a dejar de serlo.