VALÈNCIA. Cuando ya nos hayamos marchado a la nada habrá muchas formas de contar lo que fuimos, tantas como narradores dispuestos a hacerlo si es que se diese el caso: desde una esquela hasta un biopic, pasando por una densa biografía o una página póstuma como homenaje de esas que al final se quedan sin el necesario mantenimiento y se convierten en islas tristes, islas digitales a la deriva en el algoritmo como el lomo en la superficie de una ballena cargado de memoria y mitología o el caparazón de una tortuga kingkóngnica y muerta sobre la que poco a poco va creciendo la maleza. También quedarán las redes y lo que nuestros amigos online quieran decir de nosotros, porque eso también será una historia, un producto del recuerdo colectivo especialmente efímero y también narrativo. Lo cierto es que por mucho que algunos digan, uno tiene la sensación de que casi nadie quiere desaparecer del todo: incluso queriendo borrarnos del mapa por los motivos que sean, incluso abominando de todo lo que tiene que ver con este valle de lágrimas, es posible que encontremos placer imaginando que nos seguirán llevando un poco más adelante, incluso con renovada energía, en el escaso y mutante repertorio de historias que son nuestro inventario de conversaciones.
Ryūnosuke Akutagawa fue un escritor japonés de la generación neorrealista que surgió a finales de la Primera Guerra Mundial, un ávido lector de obras clásicas chinas y japonesas pero también de los rusos, de Balzac o de Poe. Un escritor al que hoy se ha calificado de problemático o inquietante a quien el deterioro de la mente de su madre lo marcó para siempre, un autor conocido también en Occidente, donde sus obras -sobre todo relatos, además de ensayos críticos o crónicas de viajes- fueron traducidas y dadas al público. Akutagawa escribió incluso durante sus últimos meses de pesadilla, en los que devorado por el insomnio y acosado por esos fantasmas de la locura que nunca le abandonaron, acabó despidiéndose de la vida con una dosis letal de Veronal y unas hermosas líneas para la posteridad que su amigo el dramaturgo, novelista y poeta haiku Masao Kume quiso compartir: “Nosotros los humanos, siendo animales humanos, tenemos un miedo animal a la muerte, la así llamada vitalidad no es otra cosa que fuerza animal. Yo mismo soy uno de esos animales humanos. Mi sistema parece gradualmente haberse liberado de esa fuerza animal […] El mundo en el que estoy ahora es uno de enfermedades nerviosas, lúcido y frío. La muerte voluntaria debe darnos paz, si no felicidad. Ahora que estoy listo, encuentro la naturaleza mas hermosa que nunca”.
Esta nota biográfica, pese a lo bello de sus últimas líneas, no es nada en comparación con lo que el escritor inglés residente en Tokio desde más de veinticinco años David Peace ha erigido para mayor gloria de Akutagawa: Paciente X. El caso clínico de Ryūnosuke Akutagawa, publicada por Armaenia con traducción de Jacinto Pariente es un complejo y delicado artefacto literario, uno de esos libros que hay que atreverse a escribir, porque en la mayoría de ocasiones nos dirán que en nuestra cabeza la idea funciona muy bien pero que pone un pie al otro lado de la frontera con ese mundo cuántico e imprevisible que es lo experimental y que ya se sabe que ahí cualquier cosa puede ocurrir, como el fracaso más trágico o la pesada y agotadora indiferencia de los prudentes. Sin embargo y por suerte a Peace le ha podido más la confianza que la preocupación por las estructuras habituales y ha decidido hacer de su décima novela un palacio de papel para pasear a través de la vida de Akutagawa como en esas películas en las que se recorre la mente o los sueños y ahora estamos aquí y enseguida allá, más jóvenes o más viejos, pero no importa porque la conexión es el propio sueño: a lo largo de los doce relatos que componen Paciente X iremos descubriendo las intimidades de un escritor a quien quizás solo se le pueda hacer justicia así, llevando su legado al terreno narrativo donde más se dejo ver como es el planeta incircunvalable de los cuentos.
Es diciendo adiós en el posfacio cuando Peace aclara que “los doce relatos que componen esta novela están inspirados en las novelas, ensayos y correspondencia de Ryūnosuke Akutagawa, en acontecimientos de su vida y en los recuerdos y escritos de sus coetáneos”. Así, Peace parte de un fragmento como puede ser “entre bambúes y flores de palma / Buda ya se ha dormido. / Al borde del camino, una higuera reseca, / también Cristo parece muerto. / Pero necesitamos descansar / aunque sea ante el decorado de un teatro. / (Tras ese decorado no encontramos / más que un lienzo remendado)” para tejer un cuento sincrético y plutónico en el que un escritor padece los peores martirios en lo más profundo y terrible del inframundo, tanto que incluso Cristo -y con las lágrimas de Cristo también Gautama- se apiada de él y hace descender el hilo de una araña a través de los confines metafísicos que separan el paraíso de la condenación eterna, y el hilo baja, baja y finalmente llega al escritor, que maltrecho por tanta tortura pero todavía con la esperanza de poder escapar de su sufrimiento, se aferra a él y comienza a trepar con las escasas fuerzas que le quedan: el viaje a través de la distancia de los pecados presumimos que se le debe hacer infinito, pero el escritor llega a ver la luz allá arriba e incluso las facciones del galileo, pero por el hilo también están trepando una legión interminable de yos, todos los yos del escritor que no sienten el cansancio ni su agonía que en última instancia le hace tomar una drástica decisión y soltar el hilo, y de esta forma caer de nuevo a las ardientes aguas del río donde se atormenta a los pecadores, y el escritor naufraga ante los ojos llenos de lágrimas de Cristo, y ese escritor es Ryūnosuke Akutagawa según David Peace.