La nueva temporada de la mítica serie ha sido un fracaso de audiencia, pero un nuevo triunfo creativo de David Lynch
VALÈNCIA. Hace ya tres años que celebramos el anuncio del regreso de Twin Peaks, todavía sin saber qué nos podía deparar el viaje de vuelta a la pequeña población de Snoqualmie (Washington), pero intuyendo que el acontecimiento iba a merecer la pena. Después de la emisión de los dieciocho capítulos de la tercera temporada de la serie ya no hay lugar para cábalas ni predicciones: Twin Peaks. The Return ha sido el acontecimiento audiovisual de 2017 desde que el Festival de Cannes proyectó sus dos primeros capítulos. Mientras los titulares se los llevaba la controversia sobre si podían competir por la Palma de Oro films concebidos para su emisión en plataformas digitales, el certamen acogía por primera vez en su historia un estreno televisivo. En realidad, dos, ya que también fue el marco para la presentación de la segunda temporada de Top of the Lake, de Jane Campion y Gerard Lee. Público y medios respondieron con entusiasmo a la proyección, pero no se produjo un gran revuelo. Faltaban dieciséis episodios más, y ya se sabe que David Lynch es capaz de cualquier cosa. De hecho, había sido en Cannes donde Twin Peaks: Fuego camina conmigo (Twin Peaks: Fire Walk With Me) fue acogida con sonoros abucheos en 1992, aunque nadie parecía recordarlo.
Semana tras semana, la emisión de la serie fue dejando con la boca abierta a seguidores y detractores, hasta que llegado el final del curso han ido apareciendo los consabidos resúmenes con lo mejor del año. Resúmenes en los que hace ya algún tiempo que se cuelan producciones televisivas, aunque siempre relegadas a listas paralelas, nunca mezcladas con las películas destinadas a las salas, salvo alguna excepción justificada por su posterior estreno en cines, como la maravillosa P’tit Quinquin (Bruno Dumont, 2014).
Este año ha sido diferente. Twin Peaks. The Return ocupa el número uno en la lista de la prestigiosa revista francesa Cahiers du Cinéma, sin distinguir entre pequeña y gran pantalla. Una elección histórica y sin precedentes, que podría entenderse como una boutade si no fuera porque la no menos prestigiosa Sight & Sound, que publica el British Film Institute, la sitúa en el número dos, como resultado de una encuesta entre 188 críticos de todo el mundo. Se podrá argumentar que es una elección discutible, teniendo en cuenta que el primer lugar lo ocupa Déjame salir (Get Out, Jordan Peele), pero ahí queda el dato. Por su parte, en su ranking de mejores capítulos de series de televisión, la revista Vulture ha colocado en el primer puesto el episodio 8 de Twin Peaks y en segundo lugar los capítulos 17 y 18, que se emitieron conjuntamente. Demasiadas coincidencias. La guinda la acaba de poner nada menos que el MOMA de Nueva York, que proyectará la serie completa en enero dentro de su programa The Contenders, donde el departamento cinematográfico del célebre museo selecciona películas innovadoras e influyentes destinadas a superar la prueba del tiempo. Y aunque está concebida para televisión, el comisario del programa, Rajendra Roy, ha comentado que “la última temporada de Twin Peaks es simplemente inclasificable, algo totalmente espectacular y único”.
¿Ha sido para tanto? ¿De verdad Twin Peaks. The Return merece todos los parabienes recibidos? La respuesta es categórica: Sí. No se puede despachar una obra de su magnitud cayendo en el tópico de calificarla como una extravagancia de David Lynch o acusándola de críptica. Es cierto que la expectación era desmesurada, alimentada por el hecho de que llevaba desde 2006 sin dirigir otra cosa que cortos, videoclips y algún documental. Y su último largometraje, Inland Empire, había dividido de manera irreconciliable al público. Parecía imposible volver a disfrutar de una obra mayor dirigida por uno de los más importantes cineastas vivos, pero la serie ha significado la resurrección de un maestro de la imagen, aunque las cifras de audiencia obtenidas por Showtime han sido un fracaso sin paliativos. Y en este punto conviene recordar que, en su día, ya se cuestionó la segunda temporada, en la que la trama de soap opera detectivesca (¿quién mató a Laura Palmer?) derivaba con determinación hacia territorios sobrenaturales, y que, como se ha apuntado, la coda cinematográfica a la serie fue defenestrada sin contemplaciones. Las tornas han cambiado, aunque Lynch ha hecho lo que le ha dado la gana, tantos antes como ahora.
Es una de las claves de su éxito: La total y absoluta libertad con que trabaja y da rienda suelta a una imaginación desbordante, sin límites. No existe nada como Twin Peaks en la ficción seriada televisiva actual. Nada. Ni remotamente parecido. La argentina Lucrecia Martel, otra exploradora del lenguaje que se niega a someterse a la narración hegemónica cuyo único objetivo es la gratificación del espectador perezoso, lo decía recientemente en una entrevista: “Las series han hecho muchísimo daño a una parte del público. Por muy buenas que sean, y salvando Twin Peaks, origen y excepción de toda esta movida, representan una vuelta atrás en el lenguaje audiovisual. Las series han ocupado el consumo del cine de autor y lo que eso significaba en la cultura, en términos de intercambio. Sus narrativas son muy conservadoras, y con una dinámica televisiva, con diálogos cargados de información. Si lo comparas con las posibilidades de complejidad narrativa-audiovisual a las que estaba llegando el cine, es un paso para atrás”. En contraposición a ese estado de cosas, y tal como la propia Martel reconoce, Twin Peaks reta constantemente al espectador, le obliga a hacerse preguntas, crea un universo propio donde las reglas son distintas a las habituales, exige una participación activa de un espectador que se ha acostumbrado a ver los nuevos capítulos de sus series favoritas mientras cocina, tiende la ropa o se come la cena en charla amigable con su pareja. Es decir, sin prestar atención. Porque, admitámoslo, la mayoría de las veces no hace falta.
Frente a ese adocenado panorama, salvando las necesarias excepciones y la solidez de algunos productos de estructura convencional pero innegable complejidad (este mismo año, The Deuce), lo que propone Twin Peaks es la inmersión en un mundo donde cohabitan el surrealismo y el terror, el enigma sobrenatural y el humor absurdo, Franz Kafka (citado de manera explícita: un retrato suyo adorna la pared de un despacho), Magritte, Edward Hopper y Francis Bacon (el cadáver sin cabeza del Mayor Briggs es un cuadro suyo hecho carne), pero, por encima de todo, Lynch. El cineasta se ha involucrado de manera total, como no lo había hecho nunca, en esta tercera temporada. En la primera dirigió el piloto y el tercer capítulo. En la segunda, los episodios 1, 2, 7 y 22. Esta vez, los 18. También los ha escrito, acompañado siempre por Mark Frost, co-creador de la serie al que habría que reconocer su mérito. Pero, además, Lynch ha participado como montador adicional y ha diseñado el sonido de toda la temporada, repleta de extraños ruidos subliminales, crujidos, zumbidos y otros recursos desasosegantes. Sin olvidar la selección musical, tanto en lo que se refiere a las canciones que suenan durante los episodios (todas escogidas en función del contenido de sus letras) como a las actuaciones finales en el Bang Bang Bar. Se podría afirmar que Twin Peaks. The Return es su obra total, un compendio de todo su trabajo anterior, con ecos de Cabeza borradora (Eraserhead, 1977) o Carretera perdida (Lost Highway, 1997), que además lleva al límite su capacidad de deconstrucción de los géneros y de imaginación visual (¿un enchufe tragándose el agente Cooper? Sí, se puede).
La nueva temporada ha regresado al pueblecito de Twin Peaks, donde se desarrollaba la trama en las dos anteriores, pero también ha ampliado su radio de acción. El reencuentro con los personajes de hace veinticinco años sirve para volver a escenarios reconocibles, suturar algunas tramas (el romance finalmente culminado entre Ed y Norma) y continuar focalizando en sus frondosos parajes la clave de la historia, pero esta vez también suceden cosas importantes en Las Vegas, Buckhorn (Dakota del Sur) y hasta Buenos Aires, lo que necesariamente implica la aparición de muchos nuevos personajes y subtramas. Las peripecias de los agentes del FBI encarnados por el soberbio Miguel Ferrer y el propio Lynch, con su sempiterno sonotone, dejan en ridículo las intrigas conspiranoicas de Expediente X. La primera temporada mostraba la sordidez que se escondía bajo la apariencia de normalidad que reinaba en una idílica localidad montañosa americana, un tema ya explorado en Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), y en ese sentido no es casual que la actriz escogida para interpretar a Diane (la misteriosa Diane a la que Cooper grababa sus mensajes) sea precisamente Laura Dern, pero la creciente importancia del elemento sobrenatural lleva la historia a otro nivel y multiplica sus ramificaciones, recuperando imágenes de temporadas anteriores y de Fuego camina conmigo, pero sin cerrar por completo una historia que todavía puede deparar muchas sorpresas, a tenor de su final abierto y de las declaraciones de Mark Frost sobre una posible cuarta temporada, que Lynch, de momento, descarta.
De entre los actores que retoman sus personajes, y más allá de las adhesiones sentimentales que provocan las escenas con una Catherine E. Coulson (Lady Leño) gravemente enferma (falleció en 2015, sin poder ver el resultado final de la serie), es inevitable destacar el enorme tour de force al que se enfrenta Kyle MacLachlan, que ha logrado la única nominación de Twin Peaks. The Return en los Globos de Oro que se entregarán el próximo 7 de enero. A diferencia de lo sucedido con los críticos europeos, la Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood ha ignorado a Lynch y solo ha reconocido el trabajo de MacLachlan, que opta al premio como mejor actor en miniserie. No es para menos. Porque su encarnación de Dougie Jones es uno de los grandes hallazgos de la tercera temporada, a la que hay que sumar su desdoblamiento en el Cooper benigno y el maligno. Tres personajes que guían al espectador por un territorio repleto de enigmas, pero con una lógica interna mucho más sólida de lo que aparenta, tal como se han encargado de desentrañar numerosas páginas devotas del director (como Universo David Lynch, en castellano, o Welcome to Twin Peaks, en inglés) y brillantes artículos analíticos como el firmado por Enric Albero para El Cultural.
Incluso si la temporada no convence a nivel global o si se considera que Lynch ha perdido definitivamente la cabeza, es imposible negar la condición de obra maestra del capítulo 8. Solo por esa hora de imágenes en cascada merecería ya el director figurar entre los destacados del año. Matt Zoller, en un artículo para Vulture, afirmaba: “Creo que podría ser el episodio de televisión más impresionante que he visto en los últimos veinte años […] y una experiencia visual, sonora, dramática, mitológica, filosófica y emocional completa, comparable, y en ocasiones en conversación con el acto final de 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968)”. No exagera. La osadía de Lynch no consiste tanto en asimilar códigos del cine experimental (Maya Deren, Stan Brakhage) como en desarrollarlos en el contexto de una serie de televisión en abierto, invadiendo un territorio tradicionalmente vedado a la vanguardia. Resulta tentador pensar en un espectador haciendo zapping entre canales repletos de concursos y realities, topándose de repente con el bombardeo sensorial que propone Lynch en un viaje alucinante e hipnótico, que recuerda la reflexión del expresionista abstracto Adolph Gottlieb (de nuevo la pintura) en 1958: “A menudo escucho la pregunta: ¿Qué significan estas imágenes? Sencillamente, esta no es la cuestión adecuada. Las imágenes visuales no tienen por qué conformar un pensamiento verbal o unos hechos visuales. Una pregunta más acertada sería: ¿Transmiten estas imágenes alguna verdad emocional?” Lo que, por supuesto, conecta con la idea de Lynch de que entrar en una sala de cine, enfrentarse con una obra audiovisual, debería ser como experimentar un sueño.
Pero lo mejor del caso es que, más allá de su apabullante fuerza visual, el episodio 8 no responde al mero capricho estético, sino que además tiene una coherencia incuestionable, también analizada en diversos foros, y que se resume en su descripción del origen del mal, a partir de la primera explosión atómica, el 16 de julio de 945, en Nuevo México. Cine en blanco y negro, sin apenas diálogo, de una magistral precisión narrativa (el movimiento de aproximación de la cámara) donde Lynch enfrenta una vez más el bien y el mal (una constante quizá elemental, pero que atraviesa toda su obra) para explicar la procedencia de Bob y la creación de su antídoto por parte del Gigante, a través de un insecto-anfibio que se introduce en la boca de una niña (¿la madre de Laura Palmer?) al final del episodio. 55 minutos de televisión libre, salvaje y violentamente hermosa, que continúan suscitando interpretaciones de todo tipo y que se unen a los muchos otros enigmas que Lynch y Frost desperdigan por Twin Peaks. De hecho, Frost ha publicado este año Twin Peaks: The Final Dossier, un libro en el que aporta nuevas claves para encajar las piezas de un rompecabezas inabarcable, donde se mezclan la Logia Negra, los casos Blue Rose, realidades alternativas, dopplegängers, paradojas espaciotemporales (el tiempo no es lineal, sino simultáneo) y, en definitiva, sueño y realidad. Lynch ha devuelto a la imagen su primigenio poder de fascinación. ¿Alguien da más?
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