VALÈNCIA. La cámara se sitúa a la altura de un semisótano. A mitad del plano se encuentra la calle desde la que vemos los pies de los viandantes. Por debajo del nivel del suelo encontramos una familia de extracción social humilde que sobrevive como puede, robando la red wifi al vecino de a arriba mientras su casa se llena de insectos. Un día, al joven Kim Ki-woo (Choi Woo-Sik) se le presenta la oportunidad de trabajar como profesor de inglés para la hija de un matrimonio adinerado que ocupa una mansión de diseño. La primera mentira, será falsificar los documentos para conseguir el puesto. A partir de ese momento, se iniciará una cadena de recomendaciones hasta lograr que cada uno de los miembros del clan ocupe un puesto dentro del hogar aparentando no conocerse entre sí. Los desheredados, de alguna manera, reclaman un lugar en ese mundo que hasta el momento se les había negado.
Con este planteamiento que podría remitir de forma lejana a El sirviente, de Joseph Losey, aunque también resuene inevitablemente en la película el cine de Luis Buñuel y el de Claude Chabrol (en especial, La ceremonia), Bong Joon-ho compone una monumental obra sobre las diferencias de clase en la que se encuentran presentes todos los elementos que hasta el momento habían compuesto su filmografía: la familia como núcleo esencial, la cruel metáfora del mundo en el que vivimos, la crítica al sistema y al poder establecido, los personajes marginales dentro de un entorno profundamente hostil y la creación de monstruos que surgen de las alcantarillas de nuestra sociedad.
Desde su ópera prima, Barking Dogs Never Bites, el director siempre ha puesto su foco de atención en el ciudadano medio asfixiado por la falta de expectativas vitales y lastrado por la discriminación, un aspecto que adquirió una forma específica en su película Rompenieves, en la que se establecía un sistema de castas y privilegios a lo largo de los vagones de una locomotora en cuya parte delantera se situaba el poder dictatorial y opresor, mientras que la cola era ocupada por una mayoritaria masa pobre.
Si en Barking Dogs Never Bites encontrábamos un personaje que vivía en los sótanos de un edificio apodado Kim ‘El Calderas’, en Crónicas de un asesino en serie se mencionaba que según la leyenda un hombre habitaba en las letrinas de un colegio y en The Host el monstruo tenía su guarida en la parte subterránea donde almacenaba a sus víctimas, en Parásitos, la idea del subsuelo, también se encuentra presente a través de un espacio bajo tierra donde esconderse y sobrevivir. En este sentido, en la película encontramos una puerta que separa el paraíso, donde todo es perfecto (y también falso), y el infierno, en el que solo hay miseria, discriminación, ahogo y un inevitable sentimiento de inferioridad.
La familia de Parásitos, capitaneada por el patriarca Kim Ki-Taek (encarnado por el actor fetiche del director, Song Kang-ho), en cierto modo se parece a la que proponía Hirokazu Kore-eda en Un asunto de familia, en la que los miembros también suplantaban identidades y construían un modelo de unidad poco convencional para luchar contra la pobreza. Aquí sí existen los lazos sanguíneos verdaderos, pero el sustrato sobre el que se asientan ambas películas, la supervivencia dentro de una sociedad que propicia las desigualdades, la forma en la que se trata la otredad, está ahí presente en ambas.
Sin embargo, el cine de Bong Joon-hoo escapa a cualquier comparación, quizás porque a lo largo de los años ha construido un imaginario personal muy específico e intransferible que lo identifica a la perfección. El suyo es un cine de contrastes, estamos ante un director que sabe manejar las herramientas de su oficio con una precisión limpia e incisiva. Cada escena tiene un por qué, cada movimiento de cámara esconde una intención, cada plano contiene algo revelador dentro de la narración. Sin embargo, esa minuciosidad formal que ya estaba presente en sus obras mayores (Memories of Murder, The Host y Mother) en Parásitos alcanza un nivel todavía superior. Nos encontramos ante una película de un aplastante rigor cinematográfico, con un uso magistral de la arquitectura espacial y en la que además el director es capaz de introducir su ya famosa mezcla de géneros sin perder en ningún momento la perspectiva de su relato. Puede que otras de sus películas se dejaran llevar en algún momento por el exceso, pero aquí todo resulta claro, medido y al mismo tiempo, y eso ya es un milagro, emocionante dentro de su calculada estructura.
Parasitos es un cóctel del mejor Bong Joon-ho en el que cabe la comedia negra, el drama familiar, una despiadada crítica social y el thriller de misterio a través de una tensión atmosférica palpitante que consigue mantener en vilo al espectador en todo momento, desde una perspectiva liviana y juguetona, pero también envenenada. Hay lugar para un par de giros de guion que cambian radicalmente el rumbo de la historia y algunos momentos catárticos que pasaran a la historia no solo por su contundencia expresiva, por el espectáculo visual que llevan implícitos, sino también por su exquisita planificación secuencial, a la altura de muy pocos maestros.
Nos encontramos frente a un director en el cénit de su carrera, con un dominio total de todos los elementos con los que construye el relato, capaz de componer una obra tan inclasificable como poderosa, repleta de inventiva y de libertad creativa. Una obra destinada a convertirse en un clásico contemporáneo.