La Tosca cuya escena dirige el anterior intendente de Les Arts presenta un final incomprensible para mucha gente
VALÈNCIA. Empezaremos por el final, porque quizá buena parte del público quiera satisfacer, antes que nada, su curiosidad ante la forma en que Davide Livermore concluye la Tosca de Puccini. En la producción que se está representando en el Palau de Les Arts, la protagonista no se suicida, lanzándose desde lo alto del Castel Sant’Angelo, cuando descubre que su amante ha sido fusilado por orden del malvado Scarpia. Esto es lo que indica el libreto. Sin embargo, aquí se quedó tranquilamente apoyada en la barandilla.
Según se desprende de lo escrito por algunos comentaristas italianos tras el estreno de la misma producción en Génova, Livermore se inspira en el final del film de Wim Wenders “El cielo sobre Berlín”, donde un ángel irrumpe en el acontecer humano. En la versión genovesa de esta ópera, la escultura del ángel que, precisamente, preside el Castel Sant’Angelo romano es, en realidad, un mimo, que extiende la mano y se lleva a Tosca. Pero en Valencia no vimos nada de eso, al menos no lo vio quien esto escribe. Sólo lo dicho: Tosca apoyada en la barandilla. Será cuestión de percepción. O quizá de presupuesto. Porque sí que se habían proyectado unas alas, quizá de ángel, en la pantalla, pero ahí quedó todo. En fin: misterio.
La producción, por otra parte, ha sido defendida por Livermore como “un plano-secuencia” sobre la deformación del poder temporal de la Iglesia. La escenografía, firmada también por él junto a la dirección de escena y la iluminación, presenta una estructura giratoria y muy inclinada, que permite a veces la representación simultánea en dos planos (tortura de Cavaradossi en el sótano y chantaje de Scarpia sobre Tosca en el nivel superior, por ejemplo), utilizando proyecciones para ubicar cada uno de los actos. A este nivel, aunque no muy novedosa, resulta funcional, y denota una encomiable economía de medios.
Con dos reparos, sin embargo. El primero, un cierto estancamiento en la tensión dramática a partir del segundo acto, porque la plataforma giratoria no lo soluciona todo dando vueltas, y el conflicto entre los personajes, cada vez más agudizado en el libreto, sólo progresa gracias a la música, manteniéndose la escena en un discreto segundo plano. La otra objeción podría formularse en cuanto a la susodicha “deformación del poder temporal de la Iglesia”. No parece que la defensa del Antiguo Régimen practicada durante siglos por el pontificado romano suponga una novedad frente a los embates de Napoleón Bonaparte. Ni que su denuncia sea el objetivo principal de Puccini en Tosca, sino que sitúa a los personajes, cada uno con su peculiar caracterización, en la convulsa Roma de principios del XIX. El malo, desde luego, es el jefe de la policía, experto en torturas, violaciones y extorsiones. Está claro hacia dónde van las simpatías de Puccini. Pero esta obra trata, por encima del entorno político, de unos seres concretos que se mueven en ese contexto, sin que se vea a la Iglesia deformarse en ningún sentido. Más bien aparece ya deformada. Y sin remedio. Con y sin imagen de Cristo crucificado presidiendo la actuación de Scarpia.
Sí que resultó impactante la primera aparición del pérfido torturador, en el punto más alto de la plataforma, mientras la orquesta enarbolaba los sombríos acordes que constituyen su leit-motiv. Las proyecciones permitieron, por otra parte hacer referencias concretas a los ambientes donde se desarrollan cada uno de los actos: basílica de Sant’Andrea della Valle en el primero, nubes de tormenta sobre el Palazzo Farnese en el segundo, y el remate de Castel Sant’Angelo en el tercero.
El Cor de la Generalitat funcionó muy bien, tanto en escena como desde dentro. También la Escola Coral Veus Juntes de Quart de Poblet. La orquesta de la casa tuvo una actuación espléndida, sirviendo a la partitura de Puccini no sólo con técnica, sino vigor y ternura. Dirigía Nicola Luisotti, que ya ha trabajado con la agrupación de Les Arts en otras ocasiones (Mefistofele y Nabucco). Luisotti ajustó con precisión y fraseó con inteligencia, clarificando los planos, subrayando cada leit-motiv y logrando momentos de intenso dramatismo. No prodigó la piedad con las voces de menor potencia, subiendo esta si la partitura lo exigía, aun a costa de taparlas. En otras visitas suyas ya se percibió, en este director, una cierta tendencia a los excesos en el forte. Pero, con todo, se mantuvo ligado al drama, manteniendo siempre la capacidad para emocionar al público. A destacar, entre otros estupendos logros, el clima creado en los dúos de Tosca con Scarpia, o la dulzura con que envuelve a la protagonista cuando ésta contempla al barón ya muerto en el suelo. No es de extrañar que fuera la orquesta, junto a Luisotti, quienes mayores aplausos recibieron del público.
Los comprimarios (Moisés Marín, César Méndez y Andrea Pellegrini), cumplieron con desenvoltura. Por su parte, el sacristán de Alfonso Antoniozzi resultó muy convincente. El tenor coreano Alfred Kim lució unos agudos muy potentes y afinados, pero flojeó bastante en los otros registros, cuya emisión resultaba tirante y extraña. Las arias más conocidas (“Recondita armonia” y “E lucevan le stelle”) despertaron escaso entusiasmo en la sala, aunque lo cierto es que, al final, fue muy aplaudido.
Como Angelotti estuvo Alejandro López, que dio la talla excepto en los graves. Claudio Segura se hizo cargo del barón Scarpia el día 6. También lo hará el 12 y el 18, mientras que Gevorg Hakobyan lo canta los días 9, 15 y 21. Scarpia es, en realidad, el papel masculino con más peso en Tosca. Se convierte en el verdadero antagonista de los otros personajes principales, y está en escena bastante más tiempo que Cavaradossi, aunque no disfrute de arias tan populares como éste. Scarpia requiere una voz de notable potencia y resistencia, capaz de sobreponerse siempre a la orquesta, pues encarna al poder con toda su fuerza. También debe tener una gran presencia escénica y, a veces, mostrarse vocalmente sutil, pues la maldad también tiene sutilezas. Estas exigencias no fueron todas cumplidas por Claudio Segura, a quien la orquesta se comió en demasiadas ocasiones, especialmente en los extremos del registro.
La Tosca de Liana Haroutounian lució una voz muy hermosa, con cuerpo y muy bien timbrada, la más bonita, sin duda, de todo el elenco. De proyección considerable, quizá tuvo ahí su mayor enemigo, pues abusó de su potencia en ocasiones, y en otras nos dejó algo huérfanos de medias voces, reguladores y otras exquisiteces que Puccini planeó para ese papel. Aunque Tosca es un tipo de mujer sin ese punto de fragilidad tan típico de otras heroínas puccinianas (Mimí o Butterfly, por ejemplo), el compositor de Lucca también le encarga a Tosca las perfumadas y ondulantes líneas melódicas que parecen no tener fin, y que exigen una regulación del aire y un legato excepcionales. La soprano armenia cantó con mucho gusto y mucho gustó a los oyentes, pero aún debe adueñarse más de ese rol, especialmente en páginas que han conocido versiones tan gloriosas como “Vissi d’arte”.