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‘Oriente y la rana de San Marcelino’, una historia desde el solar de Borja Navarro

La primera novela de este joven autor valenciano explora las posibilidades narrativas de una divertida combinación de personajes marginales, satisfactoriamente irrelevantes, incompletos y contusionados.

10/02/2020 - 

VALÈNCIA. En el vastísimo mapa de lo prosaico hay quien sabe encontrar el camino hasta el oro escondido a simple vista por instinto. Sabuesos de las verdades consumibles a quienes las toneladas kilométricas de paja anodina no logran despistar del rastro hasta lo que es bueno que buscan, aunque no sepan a priori qué es: son aquellos capaces de hacer extraordinario lo extra-ordinario. También hay quien tiene un talento especial para lograr justo lo contrario, pero eso es harina de otro costal. El caso es que lo habitual -por fortuna, cada vez menos- es tirar de escenarios con aura, ya sean ciudades eternas o paisajes urbanos de glamour macarra. Unos y otros comparten eso. Un algo que los habilita como terreno firme o materia prima para la construcción de historias. Pasa algo parecido con ciertos tipos de personajes que -casi- siempre funcionan. Por otro lado hay un solar inmenso de referentes que ni chicha ni limoná: normalidades arcillosas, textura de cemento u hormigón, sabor a nugget, reflejos de carpintería de aluminio. El dominio terrorífico de la nada viva, de las cosas banales a las que poca gente intentaría sacar partido. Ese solar, además de botellas rotas, plásticos quemados por el sol y hierbajos, acoge una fauna propia integrada por variedades comunes de animales comunes como somos la mayoría. En el solar el peligro de extinción no está ni se le espera. Hay mucho de lo normal. Por eso, que alguien decida ponerse a pescar recursos allí para escribir una historia tirando de runners, de Benasque, de chinos, de polígonos industriales, del ibuprofeno, de una gasolinera Cepsa, de éxitos deportivos del equipo de baloncesto de Almansa, de costillas a la miel de menú o del santo barrio de San Marcelino, es como para por lo menos, sentir curiosidad y ganas de saber cómo ha podido hacerlo. Cómo se escribe de todo esto. Hay formas. Y formas. 

Vamos a ver: Oriente y la rana de San Marcelino -Che Books-, de Borja Navarro Sellés, empieza como deberían empezar las mejores historias, con citas referidas a las metáforas y al speed pero sin caer en lo canallita cipotudo, sino más bien en una especie de realismo embellecido que da paso a un juego de palabras extremadamente inteligente del autor que sirve de título al primer capítulo, Maricas y Oriente, Morientes. A partir de este gesto tan inspirado, nos pondremos en el pellejo de distintos protagonistas y secundarios, siendo el primer ser literario del que sabremos el padre divorciado de un niño adoptado no deseado que espera en un polígono de Sedaví junto a un Ford Fiesta, agazapado en la sombra que proyecta la chapa metálica de un parking: “los restaurantes de los polígonos son la mejor parte de la liberalización del mercado. Por la necesidad de competir con el resto de locales de la ciudad estando completamente a las afueras sin, a priori, ningún tipo de encanto, comes muy barato y mucha cantidad. Y la calidad es decente. Me lleno el tercer plato con costillas a la miel. Me las como con las manos porque leí por ahí que hacerlo así es uno de los mejores placeres de la vida. También leí que cuando te entran ganas de llorar, es mejor que llores y que te vacíes; que expulsas todas las energías negativas que estás acumulando; que si no lo haces, esas energías negativas se transforman en enfermedades y, en su mayor proporción, en cáncer”. Brillante: lugares comunes, apreciaciones de tipo normal, literatura tripadvisor, ignorancia popular y estupideces pseudocientíficas, todo junto y sublimado en un caldo delicioso, en un reconfortante consomé de máquina. 

Lo verdaderamente destacable de esta primera novela publicada de Navarro es que pese a las incursiones en el solar de elementos como la ANCCC (Asociación de Neonazis Contra el Cambio Climático) -ANCCC, anca batracia-, una suerte de suero del supersoldado mezclado con la droja que se mete el personaje de Scarlett Johansson en la pasadísima de rosca Lucy, los inquietantes niños gordos navajeros o la delirante y por momentos a escape libre narrativa de la última parte del libro, el autor se asegura de tener siempre una toma de tierra a mano, para que los calambrazos puedan disiparse en lugar de hacerlo saltar todo por los aires. Aunque en ocasiones el nivel de fantasía se eleve por encima de las antenas que sirven de palomar a las cotorras argentinas ahora invasoras, pronto símbolo de la ciudad, lo cierto es que lo mejor de las historia siempre viene en forma de párrafo iluminado producto de una forma de ver la realidad que es el sello, el marchamo que diría Iker, que identifica lo que estamos leyendo como una obra genuina de alguien que no tiene reparo en despedirse del lector permitiéndose salirse de la caja, de la hoja e incluso de la mesa a machamartillo. Párrafos iluminados, como puede ser este: “Todos tenemos algo que esconder en los equipos de los gimnasios. Hay equipos para todo: bici, natación, running, senderismo, etc. Cuanto más joven eres en estos equipos, más problemas personales o mentales tienes. Los que están a un paso de ser ancianos, se apuntan por salud. Los que aún podemos cagarnos en el tema salud y llevar una vida más turbia, lo hacemos por necesidad, por pertenecer a algo, por normalizarnos. Pero eso nadie lo comenta. No es necesario. Se sobreentiende. En los equipos de los gimnasios estamos para sonreír y para fortalecer el cuerpo y el alma. En mi equipo, desde el primer día te dejan claro que salir a correr es una metáfora de la vida y te dejan toda la tarde reflexionando sobre esa afirmación. Sé dónde estoy y los peligros que conlleva hacerte fijo en estas quedadas. Las etiquetas que te pone la sociedad son jodidas y poca gente las comprende”. Ahí fuera, lectora, lector, están pasando cosas. Cosas grises. Cosas hermosas en su irrelevancia.


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