Selva Almada trae siempre esos cuestionamientos de la infancia y la adolescencia. Con ella transitamos por esos umbrales y esos pasillos que conducen a lo que somos hoy en día
VALÈNCIA. El comienzo sigue el dictado realista, pero añadiendo una sintaxis abrupta y unas referencias prácticamente antiliterarias. El cronotopos, la ubicación en el espacio y tiempo, es de manual. El azul del cielo, también, como de serenidad en el planteamiento, antes del nudo y del desenlace que marca la norma. Los nombres, en cambio, remiten a espacios que bien podrían aparecer en películas de Disney, cuando en realidad señalan lugares remotos del norte de Argentina.
El contraste está dado: la fórmula de la narrativa realista integra, a su vez, la inocencia de los nombres y lo remoto de un paisaje apenas contado, apenas relatado fuera de libros gauchescos o noticias tristes. El comienzo dice así: “La mañana del 16 de noviembre de 1986 estaba limpia, sin una nube, en Villa Elisa, el pueblo donde nací y me crié, en el centro y al este de la provincia de Entre Ríos”.
Así arranca la novela de Selva Almada titulada Chicas muertas. Así arranca una historia construida de cotidianidad, de aparente normalidad que, sin previo aviso, se transforma en una novela espantosa. Y así atravesamos, en cierto modo, el umbral que transita de la infancia a la vida adulta: rodeados de elementos cotidianos, pero con nombres que evocan una fantasía descolorida, de papel regalo endeble, material fungible, el lacito olvidado en el suelo una vez descubierta la sorpresa o el juguete. Nosotros mismos. Así abandonamos la infancia, con una mezcla de rutina y estupor, haciéndonos conscientes del dolor y del fracaso que nos espera cada tarde, de la alegría y de la vigorosidad de nuestro cuerpo, de la amenaza de los seres frágiles o de la tortura de las emociones intensas.
Así nos hemos hecho mayores. Crecimos con esa sensación de que el mundi permanecería siempre con la misma cadencia y los mismos escenarios. Con una madre joven. Con un padre sin canas. Con una mañana de primavera austral en la casita de Villa Elisa, en la provincia de Entre Ríos, un domingo en el que el padre dedica la mañana a preparar el asado, en el que la madre duerme con los hermanos y la gata acaba de dar a luz. Nuestra infancia pervive en la memoria de las mañanas de sábado. O de domingo. Quién sabe. Esas que ni existen ahora y que tal vez, solo tal vez, ni siquiera existieron entonces.
Pero hubo acontecimientos que quebraron esa paz que recupera ahora la nostalgia. Hubo noticias que rompieron el encanto. Que nos dejaron helados. Que nos entregaron historias de crímenes, de niñas inocentes, de malvados desconocidos que se parecían mucho a los cuentos que hasta hacía nada nos habían repetido nuestras abuelas. Las chicas muertas asaltadas por dos jóvenes, o tres, o cuatro, o cinco, y así hasta el infinito. Las chicas muertas que salían del trabajo por la noche. Las chicas muertas que volvían a casa por una carretera secundaria. Las chicas muertas porque el novio tal o el novio cual.
Aquella mañana del 16 de noviembre del 1989, aquella joven del principio de la novela se despertó y vio a su padre preparando el asado. Su madre dormía con sus hermanos y en el norte de Argentina, ese domingo, la primavera dejaba un cielo azul, hermoso y limpio. Y de pronto, escuchó la noticia: “En la misma madrugada, en San José, un pueblo a veinte kilómetros, habían asesinado a una adolescente, en su cama, mientras dormía”.
Selva Almada es uno de los nombres recurrentes en las radiografías contemporáneas del mundo cultural que busca entre las nuevas generaciones un nuevo boom literario. Esa idea de América explosionando e impregnando con su ficción el resto del mundo es todavía un anhelo de editores, lectores y críticos, que se preocupan por descubrir nombres, transportarlos a Europa o Estados Unidos y trazar genealogías con los consabidos García Márquez, Vargas Llosa, Julio Cortázar o Carlos Fuentes. Como si fuera posible repetir la proeza de un dream team semejante.
Selva Almada se dio a conocer al gran público con El viento que arrasa, una novela espléndida en la que un reverendo protestante y su hija viajan por las provincias desérticas del norte de Argentina (lugar de nacimiento de la autora y lejos del imaginario porteño que ha marcado la literatura argentina leída fuera del país) y se ven obligados a reparar el coche en el que viajan, en un taller en medio de la nada. La pugna psicológica entre el cura y el mecánico, dos personajes solitarios acostumbrados a su soledad y al cargo de sus respectivos hijos, convertirá esa espera en un martirio para los hijos: mientras que la hija del reverendo advierte que ella nunca tendrá recuerdos de infancia por culpa de su padre, el hijo del mecánico caerá en la cuenta de que nunca tendrá futuro si continúa al lado de su padre.
Con su siguiente novela, Ladrilleros, plantea también la ficción de esos adolescentes del mundo rural. Qué supone ese encierro de campo abierto. Qué significa el amor entre animales. Qué podemos hacer cuando a los dos chicos les tiemblan las piernas de la tensión y del miedo cuando están atravesándose los cuerpos en los baños públicos, asombrados del placer que encuentran en cuerpos semejantes. Qué dolor añadido supone la homosexualidad a la pobreza.
Selva Almada trae siempre esos cuestionamientos de la infancia y la adolescencia. Con ella transitamos por esos umbrales y esos pasillos que conducen a lo que somos hoy en día.
Leí Chicas muertas con la inquietud de sumergirme en historias concretas que revelaban historias ya conocidas. La noticia que llega a la radio de la protagonista el 16 de noviembre de 1989 es el asesinato de Andrea Danne, una joven de diecinueve años, estudiante de psicología. Y tras ese nombre, una cascada de niñas, de adolescentes, de mujeres se suceden en ese feminicidio sin fin. El cuerpo de María Luisa Quevedo violado y arrojado a un baldío. El cadáver de Sarita, asesinado probablemente por uno de esos señores de dinero que mantienen, no solo a chicas, sino a familias enteras como pago por sus favores sexuales. Los despojos de una chica al borde de la muerte, encerrada en una casa de campo, violada sistemáticamente, que escapa por una ventana y corre hasta el punto de perder toda referencia y hasta no poder determinar nunca el lugar en el que estuvo secuestrada ni quiénes fueron sus perpetradores. Y junto a ello, las rememoraciones de la protagonista, recopiladora de tantas historias feroces, cuando viajaba haciendo dedo, o de noche, en compañía o sola, y los hombres se ensombrecían y acababan siendo una amenaza terrible por la manera de mirar o por el modo de hablar.
Abro Chicas muertas y releo alguna página. Me encuentro con la historia de Alejandra Martínez, a quienes le seccionaron los pezones y le vaciaron el útero, quizás para borrar todo rasgo de violación. Y recuerdo ese mismo detalle de los pezones en el caso que marcó nuestra infancia. Los pezones seccionados. Abrasados. Los cuerpos de las tres niñas arrojados al campo. El delirio de las versiones y de las leyendas. Los testimonios. Los fugitivos. Los medios de comunicación trasladados al pueblo.
Hubo noticias que nos sacaron de nuestra infancia y que provocaron, ahora lo pienso, que dejáramos de jugar en la calle para empezar a jugar en casa. Fue simbólicamente nuestro 16 de noviembre de 1989. Ese momento en el que una noticia dinamita la infancia y te empuja a la guerra. A sobrevivir.
Leo páginas de Chicas muertas. Veo las noticias. Todos los días. Todos los días. Qué cotidiano se ha vuelto el horror, qué paisaje conocido e inquietante. Qué historias macabras que se repiten una y otra vez. Qué desamparo leer a Selva Almada.