VALÈNCIA. "Tras un desastre nuclear en el norte de España, un nuevo orden social empieza a abrirse paso dentro de la zona de exclusión". Esa es la frase que utiliza Movistar+ para la promoción de La zona. Pero la frase miente. En fin, es promoción.
Miente porque no hay tal nuevo orden social. En realidad es el viejo orden social de siempre. Ese en el que los poderosos se aprovechan de los débiles, los desesperados y las víctimas. Ese en el que la connivencia entre empresarios, políticos y jueces (¿de qué nos sonará esto?) consigue ocultar la corrupción y proporcionarles grandes ganancias. Ese en el que los indiferentes, también conocidos a veces como personas normales o la buena gente, sostienen con su inacción, sus votos y su silencio un sistema injusto y desigual.
La serie está creada por los hermanos Jorge y Alberto Sánchez-Cabezudo, los mismos que nos trajeron la muy recordada Crematorio. Y como en ella, aunque en un entorno muy distinto y en forma de thriller, la corrupción es la base sobre la que se construye la historia. Ya se sabe que las guerras, los desastres o las grandes catástrofes alientan lo peor y también lo mejor del ser humano (el sacrificio, la solidaridad, la compasión, la resiliencia), pero también encierran oportunidades de negocio y medro personal para quienes carecen de escrúpulos. Y una explosión nuclear, además de muerte y enfermedad, da lugar a grandes contratos para la reconstrucción y para la limpieza. La serie comienza con un asesinato terrible, una auténtica expresión del mal en estado puro, algo que solo puede haber hecho alguien sin alma ni corazón y que motiva la investigación policial que centra la acción. Pero poco a poco se va abriendo el foco para descubrir que esa maldad es consecuencia de un ecosistema humano y social basado en la corrupción y la avaricia. Que quién no tiene alma ni corazón ni compasión es un sistema despiadado e inhumano agazapado tras las buenas y esperanzadoras palabras de los discursos políticos y las notas de prensa.
La zona a la que se refiere el título es una ruina física y moral. La ruina física la vemos y la palpamos. Está excelentemente construida en la ficción, mediante un gran trabajo de dirección artística y fotografía. Todo transmite desolación y muerte. Hasta el bosque. Esos planos que muestran la mezcla de naturaleza y arquitectura, en el que no sabemos qué invade qué, nos atrapan. Como cuando no podemos dejar de mirar y de admirar la rara belleza de un paisaje industrial, de una refinería, de una central eléctrica en medio de la montaña. La serie consigue expresar a la perfección la extrañeza que sentimos antes esos paisajes, bellos y feos al mismo tiempo: nos atraen y nos repelen a la vez.
La ruina moral campa a sus anchas en ese espacio desolado e incómodo. Que la trama de corrupción se centre en la empresa que se encarga de la limpieza es bien significativo. Se trata de una limpieza nada convencional. Un trabajo de altísimo riesgo, puesto que se hace en la zona contaminada de radiactividad. Son los llamados liquidadores, de los que se calcula que en Chernobyl murieron casi 100.000, además de los 165.000 que quedaron discapacitados. O los héroes de Fukushima, que recibieron el premio Príncipe de Asturias de la Concordia de 2011, y entre los que hay muchos fallecidos y enfermos. A la postre, víctimas también del desastre nuclear.
La serie pone el foco en el gran negocio que supone ese trabajo y en la dificultad para contratar personas que estén dispuestas a hacerlo… a menos que se acuda a gente desesperada y que, literalmente, no tiene nada que perder. Esta trama, más la de los asesinatos y la investigación policial, la realidad de las víctimas del desastre y las implicaciones políticas, sociales y humanas que conlleva la situación están contadas con calma, eso que algunos confunden con lentitud, como si existiera una velocidad correcta para las narraciones. Los personajes, unos más que otros, se perfilan con bastante esmero y muy definidos por el espacio y el paisaje. Todo está bien imbricado en el argumento y se acaba conformando un mundo coherente que culmina en el excelente séptimo episodio, en el que se revela lo sucedido a través de una muy eficaz construcción en montaje paralelo que une todos los hilos.
Este es también un mundo de héroes u heroínas solitarios. Suele pasar en situaciones así. Alguien se harta y se rebela y decide que hay que denunciar, que el mundo no puede funcionar de ese modo. El héroe principal, antihéroe más bien, es el policía encarnado con su excelencia habitual por Eduard Fernández, un personaje que bebe de ciertos estereotipos muy eficaces que ya hemos visto otras veces. Un detective con traumas, el típico lobo solitario rebelde e incapaz de trabajar en equipo, a quien impulsan el dolor y la necesidad de entender. En el lado del bien le acompañan otros personajes más o menos heroicos, como su compañero, un joven agente que guarda secretos bien aprovechado por Álvaro Cervantes; el policía venido de fuera para aportar la mirada exterior, que borda Manolo Solo, siempre magnífico; o la inteligente y compasiva doctora muy bien interpretada por Alexandra Jiménez. Lo cierto es que en el apartado de la interpretación no hay pero que alegar. Todos los intérpretes brillan a gran altura, salgan poco o mucho, y consiguen una gran veracidad en sus caracterizaciones: Luis Bermejo, Luis Zahera (qué gran actor es este hombre), Alba Galocha, Sergio Peris-Mencheta (da mucho miedo), Juan Echanove, Daniel Pérez Prada, Carlos Bardem, Salva Reina o Abdelatif Hwidar y Susi Sánchez, que salen en un único capítulo, el séptimo precisamente, y logran lucirse.
Las dos grandes series españolas del momento, La zona y La peste, tienen grandes valores artísticos cada una por sí misma, sin duda. Marcan nuevos estándares de producción y avanzan caminos para la ficción española. Pero tal vez es más interesante detenerse en lo que comparten, en esa coincidencia en desplegar un mundo corrupto e infeccioso, con un planteamiento metafórico innegable. Sea la Sevilla del siglo XVI o la Asturias del XXI, la corrupción y la miseria moral reinan y se expresan de manera evidente a través de la idea de contagio, algo destructivo que emana desde lo más profundo, que está instalado en todas partes y de lo que hay que protegerse. Y en ambas series vemos que, aunque la verdad aflore, nada parece cambiar.
Que dos producciones de esta envergadura hayan surgido ahora tiene que ver con el estado actual de la industria audiovisual y hay un montón de razones económicas y culturales para ello (la aparición de una nueva plataforma, el consumo creciente de series, la competencia entre operadores, etc.). Pero que ambas sean pesimistas y oscuras, y levanten, con gran elocuencia, sendos retratos de una sociedad enferma, incapaz de atajar la epidemia, nos dice cosas muy relevantes y nada agradables de la realidad en la que vivimos. Sería precioso que, en este caso, realidad y ficción no se parecieran tanto. Y que encontráramos el modo de acabar con la infección.
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