“Els carrers que més m´agradaven ja no existixen”
Albert Sanchis. Noruega
VALÈNCIA. Inmersos en una semana extraña en la que, sin estar confinados, sin embargo, las fiestas mayores de esta ciudad permanecen canceladas, un gentío ocioso, deambula por unas calles que desde 1939 no soportaban unos días tan fríos. Sin ser de vocación fallero empiezo a echar en falta, al menos una parte, esa locura colectiva que de sobra conocen. En esta ocasión, para teclear estas líneas, la banda sonora indiscutible me traslada, necesariamente, a los años 80 con ineludibles y numerosas citas musicales, algunas de las cuales se hacen presentes a lo largo y ancho de las casi cuatrocientas páginas de un libro sobre el que siento una especie de necesidad de hablarles. Canciones que son ya tan de este lugar que recrean la ilusión de que fueron dedicadas a esta ciudad y a su noche. Nada más lejos, aunque ¿qué sería de la creación sin el espectador, oyente, lector en definitiva, sin la comunidad que les da larga y ancha vida o las condena al ostracismo? Músicas que cobran una dimensión en la memoria común y en las calles de un lugar junto al Mediterráneo que ni imaginan sus autores. Una comunidad que hizo suyo, por razones un tanto misteriosas o quizás aleatorias, casuales, un hilo musical en buena parte foráneo, anglosajón, y al que ha quedado indeleblemente unida. Tenemos pues una novela que, en parte, puede escucharse también.
Dicho esto, hoy me van a permitir que hable de un gran relato, de título desconcertante, pero cuyo misterio decae a las pocas páginas. Seguro que algunos de ustedes ya han oído hablar de este libro de título Noruega, o quizás lo han leído ya. Es el libro de la Valencia de las últimas cuatro décadas; una ciudad que ha tenido siempre la poderosa capacidad de provocarme sensaciones y los más diversos estados de ánimo. Por ello es tan importante este regalo literario, al menos para mi. Me temo no ser muy original en esto, pero determinados espacios del barrio donde nací, el Carmen, pasé mi infancia, y donde me gano la vida y vivo -el centro histórico- los asimilo de una forma automática a unas sensaciones, a veces de formas más abstractas y sutiles que de contornos figurativos, posiblemente originadas y construidas a base de acumular recuerdos que permanecen vivos y otros de los que ya sólo quedan esbozos. Esto, que soy capaz de percibirlo interiormente con una lucidez que quizás sólo me sirve a mi, sin embargo, estoy muy lejos poder de ponerlo negro sobre blanco, tal como lo hace el escritor Rafa Lahuerta (1971) con el magisterio de los grandes. Después de este libro todavía me lo planteo menos, lo que, no quita que emane de mi, de forma natural, no sólo gran admiración, sino también gratitud por rescatar con palabras muchas sensaciones que se me han ido alojando, quien sabe en qué parte de mi cabeza, a lo largo de los años. Un libro de los que se queda dentro.
No soy un entusiasta de las amplias descripciones literarias que emanan virtuosismo, salvo que estas, aunque se construyan a partir de lo que los sentidos perciben, se materialicen en lo que el narrador, sobre todo, siente. Si esa suerte de poética descriptiva me permite encajarla con mi pequeño universo particular, me hermana extrañamente a un escritor con quien nunca he hablado, aconteciendo una extraña sintonía que todos habrán sentido más de una vez con otras tantas lecturas. Cuando la mirada de Albert (el protagonista)/Lahuerta sobrevuela esos espacios que han quedado en tierra de nadie, entre el centro y los barrios marineros. Esa telaraña de calles “d´un urbanisme irregular però un paisatge elèctric”, o concluye que “La gran novel.la de la ciutat ja no pot escriure´s. Totes les ciutats son la mateixa ciutat”, poco más necesito. Lahuerta rescata la palabra que yo tengo en algún lugar pero que soy incapaz de aflorar. No osaré destripar esta gran novela de amor a Valencia a través de una relación por momentos tan intensa como casi imposible, como muchas de las que mantiene Albert. El autor, a través de Albert Sanchis, observa la ciudad, la sufre, la necesita y no nos cuenta tanto lo que ve, como lo que siente. Una realidad de la ciudad que, como el agua que se escurre entre los dedos, deja de ser a cada instante, puesto que está inmersa en una permanente huida hacia delante traicionándose a sí misma (de la capital del antiturismo, al megaturismo).
Para los lectores habituales de estos artículos dominicales les avanzo que en Noruega recorrerán muchas de las calles a las que me he referido en alguna ocasión, algunos de los barrios históricos de la ciudad donde comenzó a construirse esta milenaria urbe (Velluters, Mercat, el Carme, Xerea, Ruzafa, Sant Bult…) que hoy son paradójicamente por donde empiezan a desleírse las líneas de una historia escrita con mayúsculas, generada por una amalgama compuesta por hechos azarosos con otros fruto de la decisión. Una visión entre imaginaria y de otros tiempos a través de iglesias o la visitas al rastro de la plaza Nápoles i Sicilia las reserva Lahuerta para los dos personajes más complejos y fascinantes de la historia (su hermana y su padre), dejados a un lado el narrador y la propia Valencia. También sale Lahuerta extramuros haciéndonos de cicerone en una ciudad inabarcable, que no acaba nunca: el cementerio, un viejo cauce todavía peligroso, selvático, el puerto instalado en lo más turbio… Cuando, Lahuerta, magistralmente, cita y llama a la palestra, con una crudeza no exenta de nostálgica ternura, a los viejos-por ancianos- “amos” del barrio chino, ejemplares en extinción de la última estirpe de la decadencia, uno no deja de contemplar como escenario y telón la indisociable la teatral fachada de la iglesia de los Escolapios, su enorme cúpula, la vida en torno a la plaza Juan de Villarrasa-o como se conocía por entonces “de las cuatro fuentes”, o la elegante curva académica que traza el edificio de la calle Balmes. La calle del Trench tan central en la narración es indisociable en mi mapa mental con esos edificios que conviven en poco más de una baldosa: la plaza redonda, la iglesia de Santa Catalina, la lonja y el mercado y la Iglesia de San Martín y que son hoy la zona cero (perdónenme esta expresión hoy tan manida), de una ciudad que fue y ya no es, ni se le espera. El número de citas en este sentido tanto de lugares como de personas es abrumador.
Tranquilos, no voy a introducir la crítica literaria, como género, en mis artículos porque se me verían las costuras por todos lados, pero déjenme que les recomiende este libro por muchas razones, aunque, para el caso que nos ocupa, quiero hacerlo especialmente a aquellos que casi a diario piensan su ciudad, transitando entre el dolor y la alegría, aunque siempre a través del amor por ella. Aquellos que la admiran por lo que fue en su gestación secular, abren las puertas a la nostalgia de la Valencia de sus años de juventud, dan paso a la circunspecta reflexión por lo que és en el presente, y les preocupa por lo podría ser en un futuro más o menos cercano.
Congratulémonos por habérsenos aparecido esta gran novela para una ciudad única, sí única, que es protagonista, con mayor o menor éxito, de muchos domingos en estas líneas, eso sí, sin la capacidad literaria que destila esta gran obra de una cruda belleza poética, que rebosa instantes asombrosos, conmovedores provocados por una suerte de ensimismamiento clarividente del narrador. Valencia, en Noruega, es el personaje por antonomasia, Valencia y sus heridas mal curadas porque, tal como constata el, aquí, resignado autor “Els carrers que més m´agradaven ja no existixen”. Unas calles que se hacen físicas-piedra, cal, asfalto- en los renglones, olores indescriptibles que ya no huelo, sonidos que allí se quedaron y la insoportable humedad de aquellos agostos en una ciudad vacía, en la que los edificios-pienso en la Avenida del Oeste- hacen de caja de resonancia. Novelas como Noruega, y esa poderosa capacidad que posee de mitificar, porque la nuestra es una ciudad que merece ser mitificada, tienen el poder de la gran literatura de trascender, removiéndonos, rescatándonos de la desidia, y generando una más intensa, si cabe, relación con Valencia en muchos de aquellos que nos hemos sumergido en Noruega. Para otros será redescubrir, reiniciar, comenzar.