VALÈNCIA. La mayor parte de los personajes que ha escrito Alejandro Amenábar se debaten entre dos polos opuestos, ya sea el bien/ el mal, la luz/ la oscuridad, el estatismo/ el movimiento, la realidad/ los sueños, el conocimiento/ los sentimientos. Se trata de seres que están de una u otra forma atrapados y esa coyuntura a la que se enfrentan los conducirá a una situación límite, aunque no sea por voluntad propia.
Quizás por eso resulta bastante coherente que el cineasta se haya interesado por la figura de don Miguel de Unamuno, escritor y filósofo español perteneciente a la generación del 98 (la de Azorín, Machado, Baroja y Valle-Inclán) que en un primer momento apoyó a los rebeldes militares que querían encauzar la deriva del país durante la República para después reconocer su equivocación en un mítico discurso que tuvo lugar en la Universidad de Salamanca, el día de la Fiesta de la Raza, en el que increpó tanto al general Millán-Astray como a sus seguidores con el “Venceréis, pero no convenceréis”.
El director se centra en ese momento vital de Unamuno el que no es capaz de ver lo que ocurre a su alrededor con claridad. El país se encuentra sumido en un proceso de cambio imparable en el que las libertades están a punto de ser aniquiladas, todo es confuso, quizás porque las mayores atrocidades se están cometiendo con total impunidad y nadie sabe muy bien cómo reaccionar. Hasta que, de alguna manera, terminan por explotarte en la cara y ya quedan totalmente claras cuáles eran las intenciones. Ese es el impasse que centra Mientras dure la guerra.
La película comienza en el verano de 1936. Unamuno (un irreconocible y acertado Karra Elejalde) decide apoyar a los sublevados y enfrentarse a Manuel Azaña, motivo por el que será relevado de su cargo como rector vitalicio de la Universidad de Salamanca para ser de nuevo restituido por el Primer Gobierno de Franco asentado la ciudad de Burgos. Mientras el general continuaba sumando victorias y avanzando con sus tropas, programando al milímetro cada paso para no ir demasiado rápido, el escritor comienza a darse cuenta de que la maquinaria que ha puesto en marcha no va a parar y que es solo el principio: cada vez será peor y más cruento.
El director nos muestra la cotidianeidad de Unamuno, sus quehaceres más superfluos y nos introduce en su hogar, con sus hijas María y Felisa (encarnadas por Patricia López Arnaiz e Inma Cuevas) y su nieto huérfano, y nos presenta a sus amigos, un sacerdote evangélico, Atilano (Luis Zahera) y Salvador (Carlos Serrano-Clark), un profesor idealista y con unas convicciones políticas muy reafirmadas, lo que constituye una fuente constante de discusión con Unamuno. Hasta que se produce el alzamiento y el miedo comienza a colarse por las esquinas. La gente desaparece, es acusada de cargos insólitos, aparecen en las cunetas y poco a poco se aprende, a la fuerza, a callar. También Unamuno calla hasta que se llevan a Atilano y Salvador y los condenan sin juicio por herejes a la patria. Será entonces cuando se dé cuenta de su fallo e intente enmendar su error, visitando a los Franco, que se han instalado en Salamanca y están a punto de alcanzar el poder, para pedir clemencia por sus amigos.
Amenábar opta por la equidistancia ideológica. Parece no querer mojarse y que cada personaje, de uno y otro bando, pueda justificar sus razones, incluso en el caso del dictador, presentado al principio como un hombre prudente para poco a poco ir ahondando en su frialdad y meticulosa estrategia. Incluso opta por enseñarnos algunas estampas íntimas junto a su mujer y su hija.
Esta postura de consenso seguramente será tachada por algunos de cobarde, sobre todo si tenemos en cuenta el momento en el que aparece la película, con el auge de la extrema derecha en muchos países, incluido el nuestro y con las dosis de racismo, homofobia, odio y segregación que siguen perpetuando estas formaciones y sus líderes.
Si desde el punto de vista político el director parece cómodo con esa especie de ambigüedad ideológica que exuda la propuesta, desde el punto de vista cinematográfico aborda el drama histórico desde parámetros un tanto añejos y acartonados.
Sus movimientos de cámara son demasiado ceremoniosos y pomposos, sus imágenes resultan impostadas, no encontramos fluidez narrativa, y el guion se encuentra trufado de forma constante de frases lapidarias de esas que parecen buscar una enorme trascendencia cuando en realidad contribuyen a una ridícula solemnidad.
Las estampas cotidianas de la vida de Franco provocan sonrojo, la caracterización del General Millán Astray por parte de Eduard Fernández se queda en una incómoda caricatura, y la música, en vez de servir de acompañamiento a las imágenes, las dota de un énfasis y una pomposidad vacía.
Mientras dure la guerra es una película antigua y forzada, de trazo grueso y escasa capacidad para la sutileza dramática. En ocasiones casi parece un cruce entre Puente viejo y Muchachada Nui, aunque simplemente es una película fallida de un director al que siempre se le pide algo más y que ha desaprovechado la ocasión de firmar una gran película sobre un tema crucial de la historia de nuestro país.
Se estrena la película por la que Pedro Martín-Calero ganó la Concha de Plata a la mejor dirección en el Festival de San Sebastián, un perturbador thriller de terror escrito junto a Isabel Peña sobre la violencia que atraviesa a las mujeres