VALÈNCIA. Igual que esos señores que huelen a cerrado y sienten que la vida se les caduca repiten como mantras rancios “es que ya no se puede hacer bromas de nada” y “ya están saliendo los ofendiditos”, en los últimos meses yo también he desarrollado dos lugares comunes que me funcionan en casi cualquier situación social. El primero de ellos: “Está siendo un año muy duro”, entendiendo por año, efectivamente, desde marzo de 2020. Fórmula polivalente que me sirve tanto para la gloria como para el fracaso; para sorber cada migaja de euforia y para tener permiso en caso de derrumbe por esa insignificancia que no es sino la punta de un iceberg de tristezas y frustraciones.
Está siendo un año muy duro, así que nos pedimos otra copa, elegimos la tarrina de helado más grande, le ponemos extra de queso a la pizza. Ante la duda, postre y café, vermut con olivas y los boquerones siempre con una bolsa de papas al lado, que ejercen de palanca del pez y le dan el toque de calidad definitivo al conjunto. Gritamos desquiciadas con cada canción aunque ese concierto tampoco nos flipe tanto. Quedamos con las amigas para ver Promising Young Woman con la ilusión de una visita a la granja escuela en tercero de Primaria. Lloramos con ese atardecer tan precioso, ¡mira qué precioso es, observa la belleza del mundo, que está siendo un año muy duro! Y queremos hacernos colegas de todos los perretes que se cruzan por nuestro camino.
Pero mi frase comodín también va de perlas para rebajar culpa y tensión ante las pequeñas miserias cotidianas ¿Me siento al borde del colapso nervioso porque se me han vuelto a quemar las tostadas? Normal, está siendo un año muy duro. ¿Una amiga se ha dejado el bolso olvidado en el metro? Claro, tiene la cabeza a tope, está siendo un año muy duro. Mentalmente devastados como estamos tras meses de miedo, enfermedad, tensión y restricciones, qué menos que poder dramar internacionalmente de vez en cuando.
En esta casa se defienden a navaja la vulnerabilidad y la belleza. Si uno quiere llorar porque se siente sobrepasado por las circunstancias, pues llora, que es gratis, catártico y apto para todos los públicos. Está siendo un año muy duro y hay que hacerse un petate emocional con los cachivaches que tengamos a mano. De hecho, lector de masculinidad de cristal que solo te compras crema hidratante si va en un envase negro y la anuncias futbolistas, tú pégate una buena llorada, ya verás cuánta energía reprimida sueltas y lo a gusto que te quedas.
Por cierto, en este marco discursivo, defenderé con todo mi ejército de monos voladores que la gente suba a redes sociales su fotito con la vacuna puesta (siempre y cuando no moleste en el proceso al personal sanitario, que bastante tienen con lo que tienen). Está siendo un año muy duro, con pocas victorias y muchas incertezas, qué menos que compartir ese pedazo de triunfo colectivo que supone ir alcanzando la inmunidad. Una buena noticia en un mar de derrotas y una celebración de la sanidad pública y de la capacidad de la sociedad para organizarse en favor de una causa común. Donde tú ves postureo frívolo mientras te ajustas el monóculo, yo veo una búsqueda de grietas por las que entre, por fin, la luz. Todos vacunados a leer en el parque y jugar a las palas en la playa, que está siendo un año muy duro.
Mi segundo mantra, que ha cogido carrerilla en las últimas semanas es el nunca bien ponderado “necesito vacaciones”. No hablo de hacer uno de esos viajes de salvadora blanca pseudohippie con papis ricos que le pagan la estancia en Bali para que se encuentre a ella misma y luego te lo cuenta catorce millones de veces. No, hablo de vacaciones de parar, de apagar interruptores e intentar no mirar el correo (esto lo digo para hacerme la coherente, pero el monstruo peludo del remordimiento hará que mis manos freelance abran esas carpetas varias veces en el próximo mes). Vacaciones de tomarse la vida con calma, recuperar anímica y físicamente, de gozar de los sentidos como buenamente nos lo permita la quinta, sexta, séptima u octava ola.
No sé a vosotros, pero a mí este mes de julio me ha sobrado muchísimo, no entiendo por qué no lo hemos cancelado y nos hemos deslizado suavemente hacia el asueto total. Solo ansío neutralizar los botones que me mantienen alerta y convertirme en el humano más improductivo a esta orilla del Mississippi. Desenchufarme, aunque sea durante unas semanas de esta gargantúa del turbocapitalismo que siempre quiere más y más. Y, por supuesto, deseo varear el lomo a los que defienden conceptos como “trabacaciones”, es decir, mantenerse igual de atado a tu rutina laboral pero acudiendo de vez en cuando a la piscina.
Bien, y ahora que os tengo encandilados con esta oda a los pequeños placeres de la vida estival, llega la perorata sobre conciencia de clase. ¡Ja, era todo una trampa! Porque mientras nosotros, adultos aparentemente funcionales, estamos disfrutando de un respiro de esa máquina de picar carne que es el mercado laboral, podemos correr el riesgo de adoptar el Síndrome del Emperadorcito de Menú. Es decir, de esa persona que en cuanto aposenta su trasero en una terraza saca a su pequeño tirano interior y se dedica a maltratar y despreciar a los camareros. Quizás en la oficina seas un tipo servil y estés resarciéndote cuando te pones el gorro de consumidor. O quizás seas así de déspota y ruin en cada aspecto de tu vida real y maltrates sistemáticamente a tus subalternos. Para el caso, nos da igual.
Siento romperte la ilusión, pero que tú estés quemadísimo, tu jefe sea un ser abominable, no te hables con tu cuñado y tengas unas ganas tremendas de pegarle fuego a tu lugar de trabajo no te da carta blanca para ser un cretino con las personas que te prestan un servicio. Porque esa bendita desconexión, esa natación sincronizada en mojitos y planes relajados está supeditada a menudo a que una buena masa obrera se dedique a picar hielo y hornear pizzas. Lo mismo aplica en cuanto al personal de los hoteles, tan invisible como mal pagado. Jose Miguel, cariño, recuerda que ha sido un año muy duro y que ni la hostelería ni el sector turístico son famosos por sus buenas condiciones laborales.. Así que, intenta no ser un matón con el recepcionista si tarda más de 30 segundos en encontrar tu reserva ni dejes al irte la habitación hecha una pocilga. Me da igual lo que te dijeran en ese cursillo de marketing: ser cliente no da derecho a comportarse como un abusón de patio de colegio.
Como dijeron Winston Churchill, Gandhi, Confuncio y un sobre de azúcar: “para conocer el alma verdadera de una persona basta ver cómo trata a los camareros… y a los becarios”.