VALÈNCIA. En 2005 dos adolescentes murieron en extrañas circunstancias en el distrito periférico de Clichy-sous-Bois. Huían de la policía cuando chocaron con un transformador que les produjo un shock eléctrico. Fue la mecha que encendió la llama de la indignación y que fue extendiéndose por toda la capital incluso a otras localidades francesas provocando una ola de disturbios protagonizada en su mayor parte por jóvenes que estaban hartos del sistema, de la crisis económica y de la violencia indiscriminada que ejercía la policía.
Ladj Ly vivía en una de las calles donde estallaron sus disturbios, así que se embarcó en la tarea de filmarlos desde dentro hasta que reunió más de 100 horas de material que le sirvieron para montar el documental 365 días en Clichy-Montfermeil. Él pertenecía ya al colectivo Kourtrajmé, creado por Kim Chapiron (director de Sheitan) y Romain Gavras (hijo de Costa Garvras y director de videoclips, anuncios y películas tan marcianas como Notre jour viendra) y quería dar voz a esa masa furibunda que clamaba por sentirse excluida, por el racismo latente, los prejuicios sociales y el abuso de poder.
La preocupación del director por los suburbios siempre ha sido una de sus razones de ser como cineasta. Allí se crio y vivió de cerca las tensiones y la marginación a las que era sometida una zona en la que crecía sin control la discriminación racial, religiosa y el odio.
Tres años después, Ladj Ly filmó Go Fast, una docu-ficción en la que quería destapar las mentiras de los medios de comunicación al acercarse al tratamiento informativo del extrarradio. En su cabeza, una única obsesión: mostrar la realidad, su realidad.
Por eso, como no podía ser de otra manera, su ópera prima de ficción tiene lugar en su barrio de origen, Montfermeil, precisamente donde Victor Hugo situó en 1862 su mítica novela ‘Los miserables’ en la que también retrataba la convulsa realidad de la época poniendo el foco en los desfavorecidos. “No hay mala hierba, sino malos labradores”, decía Hugo, una frase que también recoge Ly como reflexión final al terminar la película.
Los miserables se basa tanto en experiencias personales del propio director como en los acontecimientos que supusieron el germen de las revueltas de 2005, aunque la acción se sitúe tras la victoria del Mundial de fútbol en 2018, un momento de concordia y felicidad en el que se difuman las diferencias para celebrar juntos.
La cámara del director nos introduce de manera inmersiva en la ‘banlieue’, nos sumerge en ese microcosmos a través de la mirada de un policía, Stéphane (Damien Bonnard) que acaba de unirse a la Brigada de Lucha contra la Delincuencia de Montferneuil. Allí conocerá a Chris (Alexis Manenti) y Gwada (Djibril Zonga), dos compañeros con más experiencia que él en el terreno de acción, pero contaminados por el clima de crispación al que están sometidos a diario, así como a los prejuicios y la superioridad moral.
Los ojos incontaminados de Stéphane serán en realidad los nuestros a la hora de acercarnos a un espacio en el que conviven hermanos musulmanes, gitanos, africanos y todo un crisol de procedencias y de etnias. A través de ellos vemos la situación de presión y desamparo en la que se encuentran, que terminará derivando en desconfianza y miedo, sobre todo en las nuevas generaciones, mucho más sensibles y las únicas dispuestas a alterar el orden establecido.
Ladj Ly utiliza un acercamiento de clave documental, cámara en mano y estilo vibrante para contar lo que ocurre a uno y otro lado de la ley y lo que esa barrera de crispación genera en la población.
La película nos muestra las dos partes y cómo la una le tiene miedo a la otra porque no sabe cómo va a reaccionar en los momentos de tensión. De ahí que cualquier mínima chispa sirva para prender la mecha del polvorín. Una juventud que han crecido en ese estado de persecución constante, las mafias locales que ejercen el control, el fundamentalismo religioso, los trabajadores asfixiados. Todos esos elementos van creando un caldo de cultivo para el malestar crónico que se expresa a través de la violencia y el caos. Al fin y al cabo, tanto para unos como para otros, se trata de una cuestión de supervivencia.
La película, contada con un arrollador ímpetu narrativo, comienza describiendo personajes y espacios para poco a poco introducir al espectador en un crescendo climático en el que late la asfixia, la turbación y el miedo, así como la sensación de que en cualquier momento todo va a saltar por los aires.
El director no pierde en ningún momento la perspectiva, sabe que su relato tiene una base social y reivindicativa, aunque para plasmarlo en la pantalla utilice los moldes del thriller, de una manera muy similar a la que utilizó Bertrand Tavernier en Ley 627, pero con la rabia que tenía El odio, de Mathieu Kassovitz. El resultado es una película de una innegable potencia expresiva que funciona a modo de revulsivo y que tiene la valentía de plasmar una realidad compleja desde todos los ángulos que la conforman. Además, otorga una importancia fundamental a las imágenes como captadoras de la verdad de nuestro tiempo.
Para saber más
Se estrena la película por la que Pedro Martín-Calero ganó la Concha de Plata a la mejor dirección en el Festival de San Sebastián, un perturbador thriller de terror escrito junto a Isabel Peña sobre la violencia que atraviesa a las mujeres