VALÈNCIA. El otro día me pidieron desde Territori Sonor, el diario musical radiofónico de À Punt Mèdia, que grabara un saludo para la tienda de discos Oldies, que era la protagonista del programa de aquel día. Y así fue como, de repente, en medio de una de esas jornadas frenéticas en las que coinciden cosas de las más diversas –te traen un electrodoméstico, te llaman para confirmar que te aceptan un proyecto, te escribe un mánager para denegarte una entrevista importante, se te acumulan ocho llamadas perdidas y una docena de wasaps-, me vi regresando a mis propios orígenes, al comienzo de todo.
A mis 15 años, cuando tenía toda la vida por delante. Tal y como expliqué en Territori Sonor, conocí a los fundadores de Oldies antes incluso de que existiera la tienda. Nos veíamos cada domingo en la plaza de Nápoles y Sicilia, un rastro que había entonces en el que también se traficaba con discos. Por allí andaban una serie de melómanos y vendedores. El fresco humano era de lo más variopinto, pero todos teníamos en común el placer y la pasión que nos proporcionaba la música. Cada uno de los discos que compré en aquellos años iniciáticos tiene su propia historia, incluso si no consigo recordarla. Comprar cada uno de aquellos discos suponía un esfuerzo. Muchos no estaban publicados aquí y había que encargarlos fuera. Otros eran pieza de coleccionismo y eran caros. Soñar con tenerlos proporcionaba una ilusión que compensaba cualquier inconveniente.
Pepe Oldies me vendió mi copia de Blank Generation, uno de los discos más importantes de mi vida. Todos los que adquirí entonces y han seguido conmigo, lo son. Antes de que empezara a frecuentar aquel pequeño rastro había encontrado, casi por casualidad, una tienda de discos que también fue pionera llamada Rafa Gil. Ese mismo local, que después acabaría siendo la primera sede de Oldies, fue ya antes una tienda especializada en la que podías encontrar muchos discos de Van Morrison –el dueño, Rafa Gil, era fan- y álbumes de Lou Reed y Kevin Ayers porque por allí iba a menudo Juan Vitoria –su también imprescindible Amsterdam abriría unos años después-. Juan me descubrió a Kevin Ayers y el primer disco que me compré de él fue por influencia suya. Bueno, y porque Nico cantaba en un tema y como yo bebía los vientos por ella y quería tener todos los discos en los que estuviera ella, me dejé llevar.
Como decía antes, cada uno de los discos con los que me hice en aquellos días, cuenta una historia que comienza y termina en el significado que tuvieron para mí. Conseguir cada uno de aquellos álbumes significaba sumar una pieza más al yo que estaba construyendo. Era mal estudiante, no encajaba en ningún colegio, como deportista era lamentable y conseguir que las chicas me correspondieran en un verdadero drama. Como contraprestación, tenía mis discos de Velvet Underground, The Doors, Patti Smith, Rolling Stones, Ramones, John Cale. Los tenía a ellos y la realidad se veía de otro modo. Los tenía, y de ellos recibía valiosa información, nombres de escritores, poetas, pintores, cineastas, de otros músicos que seguramente también me estaban hablando a mí. La realidad seguía siendo la misma, pero todo lo que fue construyéndose en mi interior me hizo ser quien soy.
Escribo esto sin atreverme a ir hasta la estantería donde tengo todo esos vinilos. Me da miedo sacarlos de donde están. Lo mismo me ocurre con los singles. Algunos de esos discos llevan más de 40 años conmigo. Saben más de mí que muchas personas que conozco. El vínculo con ellos es tan fuerte que si ahora me levantara de mi asiento y fuera a buscar alguno, es probable que me quede hipnotizado al volver a tocar la textura de la portada, al contemplarla en su glorioso tamaño original, al revisar los nombres de los créditos o las fundas con las letras. El final de mi niñez y el principio de mi juventud está en esos discos. Pero sobre todo, en ellos están repartidos mis genes emocionales y culturales. De esas raíces surge el tallo que tiene mis ideas y mi nombre y sus ramas son todo lo que he divulgado, opinado y escrito sobre música desde entonces. Hay canciones que hacen que, durante unos segundos, sienta en mi interior al adolescente que un día fui. Ninguna de ellas es ajena a esos discos a los que me refiero, adquiridos durante años que fueron vitales en Rafa Gil, Oldies, el rastro de Nápoles y Sicilia, el Mercadillo Avellanas, Cowboy, Ska. Y sobre todo, en Harmony, en la tienda que abrió junto al Mestalla o en la de la Plaza de Santa Catalina en la que casi se puede decir que vivía.
Mi colección de discos es mucho más pequeña de lo que cabe esperar. Las mudanzas y el tiempo la han ido menguando. Ya de joven llegó un momento en el que me negué a ser esclavo del coleccionismo. La llegada de los cedés me hizo ver que si no tenía cuidado acabaría acumulando versiones y versiones de los mismos discos. No necesito tantas reediciones con maquetas que me dan igual y directos que apenas voy a escuchar. No tengo espacio para tanto trasto y tampoco quiero tenerlo. Ordenar discos me aburre soberanamente, es algo que he hecho ya tantísimas veces que no le veo la gracia a volver a pasar un fin de semana colocándolos como es debido. Necesito ese tiempo para hacer otras cosas. Gracias a la tecnología, la música puede estar conmigo donde yo esté. Y eso incluye sobre todo a los discos de aquella etapa iniciática. Saber que los discos de mi vida pueden acompañarme más allá de mi habitación o del coche ha posibilitado que tenga un vínculo nuevo con ellos. Me da tranquilidad saber que están a mis espaldas, descansando. Veo sus finos lomos todos los días y, sé que puedo tocarlos, verlos si siento la necesidad. Forman parte de mí y han viajado físicamente conmigo a lo largo de décadas. Y puedo decir que, lo que hay en su interior, las músicas, las palabras, es ya tan mío como mi flujo sanguíneo, mi saliva o mis lágrimas.