MADRID. La semana pasada traíamos a este espacio los diarios del viaje a la India de Allen Ginsberg. Era unos diarios tumultuosos, psicodélicos y muy espirituales. Los de hoy forman un extraordinario díptico con los del autor de Aullido. Se trata de los Diarios (1947-1954) Mundo soplado por el viento, autor de la novela más famosa de la generación beat (En el camino), escribió obsesivamente entre los 14 y los 47 años, cuando murió por culpa de un exceso de alcohol. La publicación de los mismos siguió una aventura tan intrincada como la de cualquier novela: los 200 cuadernos que componen esta obra se protegieron bajo llave en una bóveda en Lowell (Massachusetts), por orden de la viuda de Kerouac.
Pues ¿qué soy yo? Un "personaje" (en el sentido americano). Me llaman Kerouac, omitiendo el nombre de pila, como si fuera una especie de figura en este mundo, inferior a un "tipo", a un "poder". Hacen eso y sonríen pensando en mí, incluso cuando me paso largos inviernos en soledad y lucho por ser disciplinado, discreto, digno.
Más de veinte años fueron necesarios para que este dietario viera la luz. Esa obsesión por la escritura la dejó plasmada en sus diarios de esta forma tan elocuente:
No te das cuenta de la tensión en la que se encuentran tus nervios cuando escribes o piensas en escribir todo el día, y duermes lleno de sueños nerviosos y despiertas sin saber quién eres: –todo esto se debe a la ansiedad por terminar el libro, a que "esté terminándose el tiempo", etc., y a la perpetua tensión de la invención.
Las anotaciones en los diarios muestran a un Kerouac insatisfecho al que le gustaba -como a Ginsberg y sus compañeros de grupo- experimentar con alucinógenos para aumentar las indagaciones espirituales. En sus diarios, por ejemplo, se muestra cercano a una vida autosuficiente, en el campo, cultivando y comiendo sus propios alimentos. Esta convicción la desplegó a lo largo de su vida. Una existencia que mezclada momentos tan íntimos como este que desarrolla aquí:
La idea más hermosa sobre la faz de la tierra es la idea que tiene el niño de que su padre lo sabe todo, sabe lo que debería hacerse en todo momento y cómo se debería vivir siempre.
Esta es la idea que los hombres tienen de Dios.
Pero cuando el hijo crece y aprende que su padre sabe apenas un poco más que él, cuando el hijo busca consejo y se encuentra con palabras humanas, balbuceantes y sinceras, cuando el hijo busca un camino y encuentra que el camino de su padre no le basta; cuando el hijo se queda frío ante la evidencia de que nadie sabe qué hacer – nadie sabe cómo vivir, comportarse, juzgar, pensar, ver, entender, nadie sabe, pero todos vamos a tientas – el hijo corre el peligro de volverse cínico frente a todo, o desesperar, o enloquecer.
El novelista siempre tiene otra gran historia que contar, no tiene tiempo de pulir las viejas, no es un decorador, sino un constructor. Aparte he notado que al menos mi escritura, aun siendo imperfecta, es original en el sentido original de la palabra… son mis propias ideas y no una recopilación de las terminologías de una época, son mis propias palabras, mi propio y torpe trabajo.
La fama le llegó en 1957 con la publicación de En el camino, sin embargo, ya en 1948 él anotaba la idea de que algo especial iba a pasar con ese libro:
[LUNES 23 AGOSTO 1948] Tengo otra novela en mente –"En el camino"– en la que no puedo parar de pensar: trata sobre dos tipos que hacen autostop hasta California en busca de algo que en realidad no encuentran, y se extravían en el camino, y hacen todo el camino de regreso esperanzados en algo más. Además, estoy llegando a un nuevo principio para mi escritura.
También hay algunas reflexiones literarias impagables. Como esta que dedica a James Joyce:
Creo en una literatura sana opuesta al desvarío psicótico de Joyce. Joyce tan sólo renunció a tratar con los seres humanos.
Otras de las partes suculentas de estos diarios tienen que ver con su relación de amor y odio con Ginsberg, al que detestó y admiró a partes iguales. "Algún día me quitaré mi máscara y lo diré todo sobre quién es Ginsberg en realidad", escribe un cabreado Kerouac al que le enfada ser blanco, al que le enfada cualquier cosa que no posea: "Desearía ser un negro, cualquier cosa menos un hombre blanco desilusionado por lo mejor de su propio mundo blanco (...) Desearía cambiarme por los negros de América, felices, auténticos y estáticos". De ahí a la bebida, naturalmente, solo había un paso.
¿Seré rico o pobre? ¿Famoso u olvidado? Estoy listo para lo que sea con mi filosofía de la simplicidad, que es algo que entronca con mi filosofía de la pobreza con felicidad interior.
Decidí dejar de emborracharme, al menos de la manera en que lo hago habitualmente. Es curioso no haberlo pensado antes: empecé a beber a los dieciocho, y ahora, que llevo ocho años bebiendo ocasionalmente, comienzo a no poder soportarlo ni física ni mentalmente. Fue a la edad de dieciocho, por otra parte, cuando la melancolía y la indecisión llegaron a mí, no es casualidad el vínculo.
La lectura de los diarios de Kerouac se parece a su escritura bipolar: unos días parecía entusiasmado y feliz; otros estaba depresivo y melancólico. Era entonces cuando se preguntaba si tenía algo de sentido su vida, su escritura. Llegaba justo entonces el momento de lucidez, de volver a los asuntos mundanos: "Un partido de béisbol en Denver es mejor que toda esta filosofía de tres al cuarto".