Con la libertad de expresión pasa como con el rechazo a la pena de muerte, que no caben medias tintas. No se puede estar en contra de la pena de muerte "salvo en casos de…", porque entonces estás a favor. Y no se puede estar a favor de la libertad de expresión y aceptar que se condene a penas de cárcel a cantantes, humoristas, titiriteros o mindundis que hacen chistes de Carrero Blanco en Twitter.
La Justicia lenta y torpe que padecemos ha condenado a Pablo Hasél por varios delitos –agresión, amenazas– pero ha acabado metiéndolo en la cárcel por unos tuits que en nada se diferencian de millones de mensajes que circulan por esta red cada vez menos social. Algunos de los que recoge la sentencia como prueba de cargo son mera crítica política. Hasél también había sido condenado por enaltecimiento del terrorismo en canciones que demuestran que estamos ante un desequilibrado capaz de expresar públicamente su deseo de matar o de que alguien mate a José Bono, a Patxi López o a "las infantas patéticas". Un potencial criminal como el asesino de Bobby Kennedy, el de John Lennon o los que asaltan colegios en EEUU, pero que en lugar de plasmar sus ansias asesinas en un diario, canta un rap y lo cuelga en Youtube. La sociedad debe protegerse frente a este individuo, que debería recibir atención psiquiátrica antes de salir en libertad.
Así que esa columna no va de Hasél, él es la excusa, va de libertad de expresión. Y como decía al principio, con la libertad de expresión pasa como con el rechazo a la pena de muerte, que no caben medias tintas. Tampoco si los cantantes son de ultraderecha y expresan su odio en letras que guardan gran parecido con las de los agitadores de la ultraizquierda, poniendo en la diana a políticos, jueces, banqueros, medios de comunicación y a esta democracia que no les vale. Solo que los fachas meten en el saco a inmigrantes, judíos y, según el Supremo, "aquellas personas de ideología comunista y socialista", hacia las que tampoco sería lícito expresar odio, según se desprende de la sentencia que condenó hace dos años a dos cantantes neonazis. Como escribí aquí cuando la polémica del mural de Taño, el espejo es el mejor escudo contra quienes entienden que su libertad de expresión es intocable y la de los demás intolerable.
La libertad de expresión es dejar que cada uno diga lo que le dé la gana y para evitar que sea permanente foco de conflicto es necesario que cada uno ejerza lo que podríamos denominar la 'libertad de atención'. Una potestad propia de cada persona cualquiera que sea su circunstancia personal y social, placentera a más no poder, que consiste en no prestar atención a aquello que no interesa o desagrada.
Escribió Fernando Savater, antes de que existieran las redes sociales, que "aquellos que no nos pueden ni ver se pasan el día mirándonos". Con las redes sociales, la necesidad de buscar argumentos para mantener la indignación se ha multiplicado con una legión de cazadores de lo políticamente incorrecto, ofendiditos en nombre propio y ajeno perdiendo el tiempo pendientes del 'enemigo', ávidos de frases irreverentes, de chistes corrosivos, de canciones combativas. Un verdadero festín para los provocadores y una oportunidad para los malos artistas que quieran darse a conocer.
Frente a ello, todos sin excepción disponemos del placer de despreciar la basura, de no entrar al trapo de los mequetrefes, de marcharnos de Twitter como han hecho muchas personas inteligentes hartas de enfados innecesarios. No hay mayor desprecio que no mostrar aprecio.
El odio es parte de la condición humana y la libertad de expresión debe amparar la libertad de expresar ese odio. El único límite sería que hubiera un riesgo cierto de que esa expresión tenga consecuencias para los odiados. Los límites estaban muy claros en la ley hace años cuando éramos más libres para expresarnos: injurias –también a la Corona y a otras instituciones del Estado–, calumnias, amenazas y coacciones, que cada persona llevaba al juzgado cuando consideraba atacados sus derechos. Después se añadieron el enaltecimiento del terrorismo, la humillación a las víctimas y los delitos de odio, que con ayuda de algunos jueces y fiscales se están utilizando para coartar la libertad de expresión, con agentes de Policía dedicados a leer mensajes en las redes, gastando recursos públicos en perseguir a personajes como Cassandra Vera o César Strawberry, condenados por unos tuits y luego absueltos en largos procesos mientras miles de ciudadanos se desesperan con la lentitud de la Justicia.
Es más, se ha añadido como agravante el uso de las redes sociales, cuando entre las miles de millones de publicaciones de Youtube, Twitter o Facebook uno puede elegir qué ver o leer, a quién seguir y a quien vetar, lo mismo que uno puede elegir qué medio de comunicación le informa y a qué espectáculo acudir. Otra cosa es que te hagan una pintada delante de tu casa o los excesos se cometan en la vía pública. Los jueces deberían tenerlo en cuenta cuando reciban las denuncias: "Oiga, ¿a usted quién le ha obligado a mirar o escuchar a este cretino?".
Gracias a la polémica con el asunto Hasél, se ha abierto el debate sobre la eliminación o delimitación de algunas de estas cortapisas a la libertad de expresión. Los que iban a derogar la 'ley mordaza' cuando gobernaran están exigiendo esos cambios, lo que abre la puerta a que los lleven a cabo cuando se den cuenta de que ya gobiernan. Mientras, la libertad de atención continúa siendo la mejor arma contra quienes solo buscan provocar.
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