VALÈNCIA. Un joven, Maxime (Niels Schneider), va a pasar unos días con su primo François (Vincent Macaigne) que, por culpa de un problema en el trabajo deberá ausentarse, quedándose como anfitriona su nueva pareja, Daphné (Camélia Jordana), embarazada de tres meses. Como forma de romper el hielo y conocerse mejor, comenzarán a charlar de cuestiones primero intrascendentes hasta desembocar en otras bastante íntimas.
Maxime hablará de su última decepción amorosa, en la que terminó por perder a su mejor amigo, Gaspar (Guillaume Gouix) y a la chica de la que creía estar enamorado, Sandra (Jenna Thiam), hermana de Victoire (Julia Piaton), con la que también había mantenido un affaire.
Después será el turno de Daphné, que rememorará cómo conoció a François, que por aquel entonces era un hombre casado, en un momento de su vida en el que estaba obsesionada con el director con el que trabajaba en el montaje de un documental (Louis-Do de Lencquesaing).
En teoría el esquema parece complicado, pero no lo es en la práctica, ya que nos encontramos ante un excelente narrador que en todo momento tiene el control de los hilos que maneja y sabe dotar de una fluidez chispeante a todo este entramado.
A partir de los personajes de Maxime y de Daphné se abrirá todo un ramillete de historias (a modo de flashbacks) que irán ramificándose y tomando diversos rumbos. El punto de vista corresponderá siempre con la voz narradora, de forma que solo sabremos lo que cuente de primera mano cada uno de los personajes. Sin embargo, el verdadero hallazgo de esta estructura es el desplazamiento en determinados momentos, muy puntuales, de la perspectiva, de manera que un personaje aparentemente secundario en un principio, como ocurre con la esposa de François, Louise (Émilie Dequenne) termine por erigirse como una pieza fundamental de este rompecabezas emocional en el que cada decisión adquiere un significado inesperado.
La palabra se convertirá en la gran protagonista de la película. Se trata de un mecanismo que dota a la propuesta de un peso literario, pero el director también parece apostar por la expresión en voz alta de los sentimientos. Lo que no se dice, no existe. Además, la palabra y el lenguaje forman parte intrínseca del sentido simbólico del título de la película: las cosas que decimos, que salen de nuestra boca, no suelen coincidir con lo que finalmente queremos o hacemos. El eterno conflicto entre corazón y cerebro, entre impulso y reflexión. También el choque entre realidad y sueños.
Emmanuel Mouret, que también es actor y ha aparecido en algunas de sus películas como director (en El arte de amar o Caprice) trabaja con los intérpretes de una forma muy precisa para que las contradicciones y torturas que sienten en su interior se reflejen de forma muy sutil. Se trata de un territorio delicado. A la hora de plasmar sentimientos, al igual que ocurre en la vida, en ocasiones se muestran y en otras se esconden, existe un pulso constante entre la representación, el fingimiento para protegerse y la exposición abierta de las emociones más secretas, sin filtros ni frenos.
El director consigue llegar a cada uno de esos niveles, tanto cuando se esconden los pensamientos como cuando se ponen de manifiesto todas aquellas cuestiones que tienen que ver con el deseo.
Las cosas que decimos, las cosas que hacemos, se integra dentro de la tradición francesa más exquisita del cine francés, tanto en la forma como en el fondo, así como en el aura intelectual que desprende. Se cita la Teoría Mimética de René Girard (“desear el deseo del otro”), en la cabeza pulula Roland Barthes y su Fragmentos de un discurso amoroso, encontramos frases como “Quédate tú el Tolstoi y yo con el Derrida” y la banda sonora está formada por fragmentos de música clásica con predominancia de Chopin, lo que le otorga un aura atemporal, de manera que, aunque esté ambientada en el presente, podría haber sido perfectamente una película de época.
A pesar de su refinamiento expresivo, no es una película grave, ni pomposa ni petulante, sino que es ligera y con un perfecto equilibrio entre los elementos cómicos y dramáticos. Como si se tratara de un cruce perfecto entre el cine de Éric Rohmer y el de Woody Allen mezclado con pequeñas gotas de Hong Sang-soo por su obsesión por el destino y el azar, algo que aquí también encontramos presente. Como última particularidad, como ocurre en las buenas historias, nunca sabes lo que va a ocurrir a continuación, qué cruces deparará el destino a los personajes, y es que el elemento inesperado forma parte también del cine y de la vida.