POR FAVOR, PERDÓN Y GRACIAs / OPINIÓN

La buena educación

3/12/2020 - 

La mejor educación será aquella en la que todas las personas participemos como maestras fuera y dentro del aula escolar. Una de las principales asignaturas pendientes en este país, a mi modesto entender, es la concienciación por parte de toda la sociedad de que la educación de nuestra juventud trasciende el aula. Es un ejercicio de comunidad, de conjunto. Un espacio más allá del colegio o del instituto, un lugar en el que el respeto a la diversidad, la cultura del esfuerzo y la colaboración, el pensamiento crítico o el fomento de la autonomía personal, entre tantos otros valores positivos, reciben el abono constante para que enraícen con fuerza y florezcan en el futuro. 

La Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Educación (LOMLOE), o si ustedes prefieren la Ley Celaá, suponía una magnífica oportunidad para discutir sobre nuestro futuro como sociedad en un estado -dicho sea de paso- cuya Constitución establece como laico o aconfesional (el artículo 16 no acaba de aclararse) y que sin embargo concierta una parte importante de su sistema educativo con un sector dominado por órdenes religiosas obedientes de una monarquía absolutista teocrática injerta en la península itálica. 

Vaya por delante que la Ley Celaá nace incompleta, no incluye un plan de formación para el profesorado o, como planteó Compromís en sus enmiendas, la educación obligatoria hasta los 18 años con más itinerarios formativos, el aumento de la práctica del deporte o la filosofía, entre nuestras varias propuestas. Pero la ley avanza en una dirección, que es la dignificación del servicio público de educación, apaleado y desvalijado desde las administraciones en favor de la concertada, que no sufrió los mismos recortes que el sector de centros plenamente públicos.  

El debate educativo no está en un espacio de intercambio de ideas pedagógicas. De eso ya se ha encargado la derecha denunciando con su habitual pasión (populista) una ley que presentan como la antesala del apocalipsis. Y yo me pregunto: ¿qué tiene que pasar en España para que pongamos en el centro del debate por qué tenemos tanto fracaso escolar? ¿Por qué lo que se hace en Europa aquí es contestado con una animosidad visceral? ¿Por qué hay niños y niñas que viviendo en el País Vasco, Galicia o la Comunitat Valenciana llegan a la mayoría de edad sin saber las lenguas autóctonas tal y como se recoge en el currículum académico? ¿Sobre qué argumentaciones pedagógicas se sostienen determinados derechos que se reclaman para las familias que acuden a los concertados? ¿Por qué hay colegios financiados desde lo público y que segregan por sexos bajo falsas premisas científicas que solo parecen entender algunos jueces dispuestos a mantener la manguera de dinero público hacia empresas que se dedican a promover la santidad y la obra de dios en el mundo? ¿Por qué el éxito escolar tiene de trasfondo el estatus social familiar? ¿Por qué hay centros que cobran extras a las familias? ¿Qué pasa en la mente de los niños y de las niñas, por qué no se enseña a las familias cómo aprende el cerebro infantil? En televisión, donde para bien o para mal se informa la mayoría de la gente, es más fácil observar a un político opinando sobre la ley que atender a un debate sosegado desde la pedagogía y la opinión del profesorado. 

La mercadotecnia campa a sus anchas en un debate que al final acaba hablando, en muchas ocasiones, del derecho de elección de las familias. La elección ideológica, claro, en la que siempre está presente el encaje de la religión en nuestro sistema educativo, una discusión casi medieval. Pero es que en 2011 el gobierno del señor M. Rajoy decidió por cuenta propia, sin ese consenso que pide hoy la derecha, que la Religión debía ser una asignatura que puntuara en la nota media del alumnado. España, siglo XXI. No avanzamos, no. 

El liberalismo de garrafón que destilan algunos argumentarios sigue defendiendo una gestión educativa de barra libre, en el que la elección de una familia está por encima de cualquier programación de recursos de una administración. Es más bien un liberalismo apegado a la contrarreforma (de cualquier cosa que toque un privilegio sostenido por los siglos de los siglos y amén), ya saben, esas cosas raras de nuestro país. Es el mismo liberalismo que llevó a medir la Sanidad Pública en términos de rentabilidad económica. El mismo liberalismo que en 2013 quería castellanizar a niños de comunidades autónomas bilingües (no sé si conocen alguna persona nacida en este país que no hable el castellano; yo no). El mismo liberalismo que entiende las lenguas como un rasgo de afiliación a determinadas ideas y no un puente que une personas y da voz a realidades, grandes o pequeñas. De tal forma, vemos asociaciones con nombre que llaman a la pluralidad desde centros que promueven el monocultivo ideológico. Vemos centros que ofrecen bilingüismo anglófilo de pura fachada o en el que ya no entran ni la goma de borrar habiendo como hay tablets.  Y vemos como cada año surgen informes que alertan de la segregación social que se está produciendo en el estado español debido al mal uso que se hace de los conciertos educativos. Un liberalismo -falso- que denuncia las ayudas sociales como ‘paguitas’ y, sin embargo, defiende su derecho a la subvención fuera de la red de centros públicos. Un liberalismo que no atiende a uno de los principios básicos de la buena educación entre personas adultas: NO MENTIR.  

Nota: resulta estremecedor escuchar a mi homóloga en el PP en Les Corts hacer una encendida defensa del castellano en este diario, según ella en la senda de la desaparición, a través de Miguel Hernández. ¿Dónde estaba cuando su partido decidía recién llegado a la alcaldía de Elche que el legado del poeta no merecía estar en la ciudad? ¿Dónde estaba la Generalitat del PP cuando el legado voló a Jaen? ¿Por qué se negaron durante años a abrir la casa museo del poeta en Orihuela? Cosas de nuestro liberalismo…

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