En el transcurso de la Quinta Expedición Thule, y desde su mestizaje privilegiado, el etnógrafo y explorador danés nos abre las puertas del mundo sagrado inuit, de sus creencias y desengaños
MURCIA. La geografía de los polos es fascinante y exótica para todos aquellos que no viven allí: en el engaño útil —necesario— de los mapas que hemos proyectado, son los territorios que salen peor parados por culpa de la engorrosa cuasi esfericidad del planeta que habitamos. En los mapas más comunes, los polos quedan desgarrados, hechos jirones y estirados como una piel húmeda y ajada, abandonada a los rigores de la descomposición a la intemperie por culpa de un mal artesano. Ahora que el cambio climático derrite el hielo, descubrimos asombrados que las travesías polares, cuando pueden llevarse a cabo, son trayectos muy rápidos, y que existe una vecindad en el norte y en el sur, que habitualmente no contemplamos, especialmente efervescente ahora mismo en el cada vez más escaso norte polar. Que nadie se avergüence: ¿a qué edad caíste en que Estados Unidos y Rusia no están en una punta y otra del planeta, sino que al cerrar el mapa se encuentran a escasos kilómetros? Y aunque mucha gente no lo sabe, en ocasiones incluso se puede ir caminando de una potencia a otra: esto es posible cuando se congela el paso entre las islas Gvózdev o Diómedes, sitas a mitad del estrecho de Bering a través del cual las poblaciones siberianas arribaron al continente americano (y es por eso que los nativos americanos originales tienen un aspecto tan similar al de estas poblaciones ancestrales de Asia). La isla Gvózdev/Diómedes Mayor es Rusia, y la otra, Estados Unidos. El chamanismo, claro, es un fenómeno siberiano que se extendió a través de las gélidas tierras de la nieve y el hielo, pobladas y sufridas por esas naciones familiares que desconocían que la suya era una tierra misteriosa y mal representada.
Hoy día los polos siguen constituyendo un agujero neblinoso en el mapa mental que la mayoría portamos del mundo, y cuesta comprender exactamente qué son hasta que uno los ve o se los explican en detalle, pero hace un siglo, cuando el antropólogo, etnógrafo y explorador danés groenlandés Knud Rasmussen lideró la expedición que del verano de 1921 hasta diciembre de 1924, y desde Groenlandia hasta Alaska, exploró la región ártica de Canadá, con el objetivo de visitar a las diferentes poblaciones inuit de la zona, estudiar la arqueología del territorio, sus aspectos naturales y geológicos, corregir la cartografía y documentar todo lo posible, lo que se sabía era bien poco. Fue en esta expedición cuando Rasmussen topó con un chamán entre chamanes, Aua, chamán de los iglulingmiut de Iglulik, quien, en pleno proceso de cristianización, pudo y quiso revelarle los secretos de su credo pasado, que nunca podría ni habría querido revelarle cuando era practicante de esta fe repleta de prohibiciones y asperezas, puesto que se consideran conocimiento propio del chamán, que pierde su poder al compartirse. Con todo lo aprendido en su convivencia con Aua, Rasmussen escribió unas valiosísimas páginas que ahora podemos leer en esta edición de Gallo Nero con traducción de Mercedes Fernández Cuesta, que lleva por título, como no podía ser de otra manera, Aua, un nombre que bajo su aparente simplicidad alberga la profundísima historia de un pueblo que ha conservado invocaciones y letanías intactas durante cientos de años, precisamente por sus estrictas convicciones y creencias, producto de un entorno todavía más estricto en el que no se sale ileso de los errores, por menores que sean. Aua. Tres letras, un puente místico pero sobre todo humano entre dos mundos.
Si con algo se quedará el lector de este volumen dedicado al chamán Aua es con lo rabiosamente cárnicas que son las creencias que articulan los chamanes para beneficio de sus pueblos: existen dioses, y existen leyendas, pero existe sobre todo la muerte integrada en la vida, un sufrimiento y un miedo constante porque un desliz a la hora de instalarse para dormir puede resultar en despertar en una casa flotando sobre un pedazo de hielo rumbo a la otra vida. En las páginas de este libro hay mucha caza, mucha espera, mucha sangre, mucho pelo, mucha piel y vísceras y grasa de foca o de morsa: los animales se dejan matar en un ciclo de muerte y resurrección que es preciso honrar, porque de sus muertes depende la vida del pueblo del chamán, cuyos rituales van todos dirigidos a la supervivencia. La cristianización de Aua se lee como un proceso lánguido, de asimilación industrial, pero no se le puede reprochar nada a quien, con gran sabiduría, explica así su cosmovisión al extranjero: “Ya ves —dijo Aua—, tú al menos tienes respuestas cuando te preguntamos por qué la vida es como es. Y así debe ser. Todas nuestras costumbres vienen de la vida y van a la vida, nosotros no explicamos nada, no creemos nada, nuestras respuestas están en lo que te acabo de mostrar. ¡Nosotros tenemos miedo! Tenemos miedo de vivir en un mundo a la intemperie, contra el que tenemos que luchar para arrancarle la comida, ya sea en la tierra o en el mar. Tenemos miedo de las privaciones y del hambre en los fríos iglús. Tenemos miedo de la enfermedad, que vemos todos los días a nuestro alrededor. No de la muerte, sino del sufrimiento. Tenemos miedo de las almas de las personas muertas y de las almas de las presas que matamos [...] Por eso nuestros padres se armaron con tantas antiguas normas de vida, nacidas de la experiencia y sabiduría de generaciones enteras. No sabemos de qué modo, no tenemos idea de por qué, pero las seguimos para poder vivir sin ansiedades. Y no obstante nosotros, los chamanes, somos tan ignorantes que tenemos miedo de todo lo que no conocemos”. Y sin embargo, uno lee a Aua en este fantástico testimonio, y no puede sino pensar que su ignorancia es una honda sabiduría natural y sin artificios, humilde, pero recia, como un iglú que resiste en un páramo blanco e interminable.