VALÈNCIA. Cuando Matthew Vaughn estrenó Kingsman: Servicio secreto (2014), venía de dirigir la que supuso la entrega que se encargaría de renovar el universo de los X-Men y que supondría el inicio de su segunda etapa con James McAvoy, Michael Fassbender y Jennifer Lawrence al frente. Pero su gran revelación, la película que le había abierto definitivamente las puertas de Hollywood había sido la adaptación del cómic del escocés Mark Millar Kick Ass: Listo para machacar (2010), impregnada de un punto fresco y desinhibido a la hora de acercarse al universo de los superhéroes desde un espíritu transgresor y una óptica punk a través de la acción ultrafrenética salpicada de violencia estilizada. Su galería de personajes resultaba encantadora. Eran carismáticos, entrañables y el conjunto desprendía un aliento contagioso. Además, algunas de las set-pièces demostraban que detrás de la cámara había un director profundamente estilizado y con una impecable técnica que era consciente de que la orquestación de cada elemento dentro del plano era de suma importancia para causar impacto y generar dosis de originalidad que calaran en el público.
Al principio a Vaughn lo consideraron como un discípulo de Guy Ritchie. Ambos comenzaron juntos en Lock & Stock (1998), Ritchie dirigiendo y Vaughn produciendo la que se convertiría en una de las películas que impulsarían el cine británico a través de un particular estilo gamberro y bronco surgido como respuesta a la seminal Trainspotting (1996) de Danny Boyle. Su colaboración continuó en Snacht: Cerdos y diamantes (2000) y Barridos por la marea (2002). Hasta que en 2004 decidió ponerse él mismo detrás de las cámaras para dirigir su ópera prima, Layer Cake (Crimen organizado), un thriller protagonizado por Daniel Craig, Tom Hardy y Sienna Miller, en el que practicó las reglas del género de manera muy respetuosa, sin saltarse sus límites. Su siguiente paso fue adentrarse en el universo fantástico de autor Neil Gaiman para componer la imaginativa Stardust (2007) en la que ya se encargó de configurar uno de sus repartos gloriosos con nombres como los de Michelle Pfeiffer, Claire Danes, Robert DeNiro, Peter O’Toole, Ricky Gervaise y Mark Strong, que se convertiría en uno de sus actores fetiche.
Pero si Kick-Ass fue su espaldarazo definitivo y X-Men: Primera generación (2011) su entrada por la puerta grande de las superproducciones de Hollywood, Kingsman: Servicio secreto, se convirtió en su auténtica consagración. De nuevo adaptó un cómic de Mark Millar y de nuevo aplicó el tono provocador, loco y vandálico de Kick-Ass a esta historia que pretendía homenajear el género de espías desde una perspectiva millennial.
Mucho humor negro y grotesco, violencia coreografiada, ingenio visual y virtuosismo escénico aplicado a un producto perfectamente milimetrado para convertirse en un éxito adictivo al ritmo de éxitos tan variados que incluían desde a David Bowie hasta a Ellie Goulding o Iggy Azalea pasando por Take That.
Ahora Vaughn intenta repetir la jugada con Kingsman: El círculo de oro. ¿Cómo continuar siendo original e inventivo después de exprimir las mismas ideas con anterioridad?
Ya conocíamos de lo que era capaz, así que no nos sorprenden las escenas de acción con perfectos y milimetrados movimientos, toda la atractiva parafernalia visual repleta de gadgets, de impoluta elegancia british y toda su batería de homenajes al género de espías. También habíamos descubierto el carisma de Taron Egerton y habíamos disfrutado con la clase de Colin Firth. ¿Y ahora qué?
Afortunadamente Matthew Vaughn demuestra que tiene todavía en la despensa las suficientes sorpresas como para una segunda y tercera parte y que el universo Kingsman todavía tiene mucho espacio por el que expandirse.
En esta ocasión tenemos una nueva villana, quizás uno de los más icónicos descubrimientos de la película, la que encarna una sádica Julianne Moore convertida en jefa de un cartel de la droga, de nombre Poppy, que desata el terror desde su centro neurálgico de operaciones, en medio de la selva, que recrea un escenario de película kistch de los cincuenta y con un ejército de robots y de mercenarios para protegerla.
Además, la acción se traslada a los EEUU, donde conoceremos a los miembros de la agencia homóloga de Kingsman cuya tapadera es una empresa de licores y cuyos nombres en clave son Whiskey, Tequila, Ginger o Champán, encarnados por Pedro Pascal, Channing Tatum, Hale Berry y el gran Jeff Bridges.
El choque entre el dandismo británico con el estilo vaquero gringo de los nuevos protagonistas dará lugar a un simpático contraste que el director explotará con mucha ironía. Pero, además, la típica trama de villano con aires de grandilocuencia al que no le importa acabar con la humanidad con tal de conseguir sus propósitos, se convierte en una punzante sátira política que explora hasta dónde puede llegar un gobierno regido por los valores morales más conservadores. Un guiño a Donald Trump que no ha pasado desapercibido, aunque en el fondo la intención de la película sea convertirse en un parque de atracciones repleto de espectáculos inesperados con los que divertirse y sorprenderse a ritmo de efervescente estética pop.