MADRID.- No es cierto que la vida íntima de algunos deba ser privada. Tengo para mí que el arrebato de leer la vida de los otros permanece intacto desde los tiempos de Marco Tulio Cicerón hasta los nuestros, con la publicación reciente de los Diarios de Emilio Renzi de Ricardo Piglia, elegido nuevamente como uno de los mejores libros del año que ya hemos dejado. ¿Cuál es el misterio? ¿Por qué escribe uno un diario? Y sobre todo, ¿por qué leer los diarios ajenos?
Se trata, sin duda, de vivir la vida de uno a través de los días de otros; de aquellos que habitaron otros tiempos y lugares pero cuyas impresiones diarias se convirtieron en una apología de la rutina, desmintiendo así el regusto mohoso que habitualmente se imprime a esta palabra con tan mala fama. Una rutina que palpita en los diarios de algunos artistas –escritores, pensadores, intelectuales- convencidos de que la gimnasia diaria de la escritura podría ordenar el caos que supone vivir.
Aquí, semanalmente, como una inspectora de los días ajenos, rescataré algunas de esas entradas reveladoras para contraponerlas a nuestro tiempo, intentando en esta lenta colisión extraer alguna certeza.
Un 4 de enero de 1964, el escritor y periodista Josep Pla anotó en su diario:
«Me despierta Lola y Pere me acompaña al aeropuerto. Mañana nublada. Embarco en el clipper de Pan American que llega de New York. Los trámites. Viaje magnífico. La visión de España erosionada y pétrea. Este país nunca será nada».
Pla acababa de llegar a Lisboa. Allí despediría el año 1963. Allí lamentaría la ausencia de chimeneas, el frío y la gente encogida. Allí anotaría esta entrada a mano, naturalmente, con pluma de tinta negra o azul –indistintamente-, sin apenas correcciones ni tachaduras. Era una letra límpida que poco a poco iba encogiéndose, como aquellos lisboetas muertos de frío.
Pienso en Pla este 4 de enero de 2016 desde una habitación con calefacción en un piso de Malasaña que bien podría haber sido el refugio de un Pla adicto a la lectura febril desde la cama. Como un clinofílico cualquiera, pasaba horas echado en su cama. Horas de los días más señalados.
Un 6 de enero de 1957 escribió en su diario:
«Me quedo en la cama todo el día».
Pla elíptico: ¿Qué haría en la cama aquel día? ¿Qué comería? ¿Qué leería? Siete años después, aquel fin de año en Lisboa, era otra cosa. Tenía otro brillo. En su libro Direcció Lisboa, dejó escrito que el portugués le parecía una lengua “aterciopelada, sombreada, con vegetaciones de musgo otoñal, tan agradable al tacto”. Con una sinestesia que pareció brotarle de golpe creyó que las vocales del portugués eran “de un color verde denso, espeso, suavísimo en la oreja, con depresiones untuosas y sensuales”.
Echo de menos a Pla en estos días que dan ganas de quedarse en la cama todo el día. Un año que se inaugura —2017— con asesinatos por violencia machista, por el recuerdo de unos hombres jóvenes que murieron en un avión de juguete llamado Yak-42, por la muerte de un señor de 90 años llamado John Berger. Un caballero que pintaba, escribía y lloraba su orfandad en cada extraordinaria obra. Lloraba silenciosamente porque Berger militaba en el silencio y practicaba la evaporación como pocos. Hoy, que su desaparición es más palpable que nunca, es imposible no recordar aquello que dijo en una de sus últimas entrevistas: “Más de la mitad de las estrellas del universo son huérfanas, no pertenecen a constelación alguna y arrojan más luz que todas las estrellas de constelación”.
John Berger y Josep Pla como estrellas huérfanas en la España erosionada y pétrea del año 2017 que acabamos de estrenar.