VALÈNCIA. Viggo Mortensen comenzó a escribir Falling cuando regresaba del funeral de su madre. En ese momento de dolor, vertió en un esquema inicial algunos recuerdos personales para terminar convirtiendo el relato en una reflexión en torno a la familia, el peso de la herencia y la responsabilidad hacia nuestros progenitores cuando se adentran en la fragilidad que lleva implícita la tercera edad.
Para articular la película eligió la figura paterna, en este caso totémica y cargada de virulencia. Willis (encarnado por un enorme Lance Henriksen) es un hombre que está perdiendo la noción de la realidad, tiene principio de demencia senil, pero se niega a reconocerlo y esa vulnerabilidad resulta incompatible con el carácter despótico que ha demostrado durante toda su vida.
En él parecen concentrarse todos los males endémicos de la sociedad de nuestro tiempo que tienen que ver con la intolerancia, el racismo, la homofobia, la masculinidad tóxica y el carácter dictatorial. Por eso, desprende odio, ese odio que conecta con los valores más retrógrados del pensamiento de extrema derecha, ¿una metáfora del mundo en el que vivimos y de todo un catálogo de pensamientos reaccionarios que deberían desaparecer de la faz de la tierra y que parecen tomar cada vez una fuerza más cavernícola?
Willis contagia con su resentimiento a aquellos que le rodean, en especial a su hijo John (el propio Mortensen), que es homosexual y ha formado una familia junto a su pareja, demostrando que otras clases de paternidad son posibles desde el respeto y la tolerancia. Pero el choque entre ambos resultará inevitable a pesar de que John intentará por todos los medios no entrar en el juego de la desacreditación mutua porque, como dice el propio cineasta, si se abre la puerta a ese combate, todos salimos perdiendo.
El director opta por una narración que se escinde en dos tiempos. Por una parte, encontramos a ese Willis lleno de inquina, pero en el fondo vulnerable que arrastra muchas dosis de rabia y culpa en el final de sus días. Por otra, nos adentramos en su pasado a través de imágenes aleatorias que parten de los recuerdos de su mente distorsionada. Mortensen compone un equilibrado juego de espejos entre ambos tiempos de manera que vamos accediendo así a los traumas de los protagonistas, que aparecen evocados casi a modo de fantasmagoría.
Y ahí es donde encontramos uno de sus grandes aciertos de la película, porque el director se aleja deliberadamente del subrayado narrativo para captar las emociones a través de las elipsis y de los espacios en blanco que el espectador ha de ir rellenando de forma intuitiva. Así, los momentos de felicidad de la pareja compuesta por un joven Willis (Sverrir Gudnason) y Gwen (la etérea Hannah Gross) y sus estampas cotidianas se irán ensombreciendo hasta que se resquebraje por completo la estabilidad familiar. Pero son los pequeños detalles los que harán avanzar la narración de forma sobria y elegante.
Puede que en ocasiones sea una película un tanto caótica en su forma y estilo, pero en Falling hay una voluntad explícita de hacer un tipo de cine que se aleje de la obviedad y apueste por sensaciones sugeridas, nunca subrayadas y en ocasiones muy incómodas y que enfrentan al espectador con su propia visión del mundo. Unas sensaciones que nos llevan desde la caricia al puñetazo de ira, de la soledad al desconcierto, del rencor a la necesidad de reconciliación.
Mortensen quería escapar de las fórmulas y en ese sentido ha conseguido componer una narración muy libre y personal marcada por la brutal honestidad. En ocasiones se nota su inexperiencia tras la cámara, pero eso también le hace tomar decisiones arriesgas a la hora de contar las cosas de manera distinta, sin ataduras y, lo más importante, sin caer en el sentimentalismo. Falling podría haberse dejado arrastrar por el exhibicionismo emocional, pero ahí está la mirada contenida de un director en una película muy íntima y melancólica, pero a la vez áspera, que aborda temas como la vejez y el resentimiento, la pérdida de la inocencia, la decepción congénita, los vínculos sanguíneos y los enigmas que esconden los afectos.
En la película también se pone de manifiesto cómo las diferentes formas de pensamiento pueden estar arraigadas al lugar del que procedes. Willis pertenece al corazón de la América rural, tradicional y conservadora, mientras que su hijo ha terminado rehaciendo su vida en la cálida y más progresista California. Una brecha generacional que habla de la evolución de los tiempos, de cómo muchos de los males del pasado comienzan a cuestionarse desde la mirada de una nueva sensibilidad y de cómo la infancia y la senectud son viajes de ida y vuelta.