VALÈNCIA. Con las series o películas de adolescentes sucede que tienden a ser vistas siempre como relatos generacionales, como retratos globales, como si sus personajes representaran a todos los adolescentes. Son el reino del cliché. Si sale un adolescente en una serie se le suele colgar el lastre de estar representando a todos los adolescentes, en plan: mira, la adolescencia es así. Un poco lo que ha venido sucediendo con los personajes femeninos desde siempre, que cada mujer representa a LA mujer, ese ser mítico. Esto, que, ya era hora, se está diluyendo (aunque de vez en cuando todavía colea tanto en creadores como en críticos y analistas), con los adolescentes sigue en boga.
Se niega la dimensión individual o específica, el hecho de que cada uno de esos relatos está protagonizado por personajes concretos y singulares, aunque tengan 14, 15 o 16 años. Se olvida que son historias como las protagonizadas por adultos, donde cada cual tiene sus circunstancias (una familia así, unas condiciones económicas asá, una enfermedad, unas carencias, unos recursos, unas características psicológicas, unos gustos, etc.). Les pasan cosas como en las series con adultos, las cosas que forman parte del mundo en el que vivimos y con las que los autores construyen sus relatos, pero que en el caso de estas historias adolescentes se interpretan como tendencias. Mira, las adolescentes se suicidan. Oye, que son todos unos adictos. Pero bueno, que follan con desconocidos en moteles de mala muerte.
Es signo de los tiempos, lo propio de estos tiempos de pensamiento débil y consumo salvaje en los que las etiquetas triunfan, y no me refiero solo a la ficción. Que si generación Z, que si millenials, que si generación baby boom, que si tercera edad. Que nadie se salga de su gueto, que así, todos clasificados sin matices, es mucho más sencillo hacer excels y algoritmos para saber qué vendernos.
Y en estas estábamos cuando llegó Euphoria. La serie de HBO ha sido, sin duda, una de las grandes sorpresas de la temporada. Es esa ficción que han acabado viendo incluso quienes no aguantan las series de adolescentes. Porque es una serie de adolescentes… pero, afortunadamente, también es muchas más cosas. Y no solo está dirigida a la población entre 13 y 18 años.
Aunque tengas 50 años la serie también te habla a ti, también habla de ti. No de ti cuanto tenías 15, sino de ti ahora, más bien desconcertada en un mundo hostil. Euphoria comienza con la voz en off de la protagonista, Rue (magnífica Zendaya) diciendo: “Nací tres días después del 11S. Pasamos dos días en el hospital, bajo aquel brillo tenue, viendo a las torres caer una y otra vez. Hasta que el sentimiento de dolor pasó al atontamiento.”. Y ahí nos encontramos todos. En ese post 11S entre el dolor y el atontamiento y siempre en la confusión.
Los adolescentes que la protagonizan están tratados como seres complejos y no unidimensionales. Son personas que se representan a sí mismas y se alejan del cliché. Y justamente por eso, por marcar diferencias con el cliché, este está muy presente puesto que uno de los grandes problemas de los protagonistas, sobre todo de las protagonistas, es intentar ajustarse a la imagen que se pide de ellos y de ellas. Esa imagen construida en la publicidad, los medios y, sí, las series y películas de adolescentes. Gran parte de su angustia nace de ahí. De la distancia entre lo que se supone que deben ser, pensar, sentir o desear y lo que son, piensan, sienten y desean. Y los adultos, tan confusos como los jóvenes, no ayudan precisamente a resolver los conflictos.
Euphoria no adoctrina, no se ofrece como modelo, no pretende dar lecciones ni tiene moralina. Aunque pasan cosas duras y dramáticas, muchas de ellas nada aconsejables ni para una adolescente ni para un adulto, no es tremendista ni quiere escandalizar, por más que haya sexo, drogas o violencia. Hay gente que sufre, que ama, que ríe, que llora, que se equivoca o que resiste. Gente cis, trans, hetero, bi o gay, sin que ese rasgo sea el único que les define como personas. Hay soledad y caos y crisis de identidad. Y redes sociales y aplicaciones, por supuesto, porque ese es el mundo de 2019: digital y conectado, aunque eso no conjure la soledad.
Uno de los aspectos más definitorios de la serie es su puesta en escena, el trabajo con la imagen y el sonido. A esta realidad cambiante, confusa e hiperconectada le corresponde una forma también cambiante, confusa e hiperconectada. En las antípodas del academicismo y la convencionalidad. Algo así como Todd Solonz con estética de Leos Carax o Gaspard Noé.
Cromatismo exacerbado con colores llamativos y saturados, utilizados de forma expresiva, casi expresionista, igual que la iluminación. Junto a ello, un trabajo de dirección artística, especialmente vestuario y maquillaje, con sus brillos y sus purpurinas, que definen a los personajes o las situaciones y dotan a la imagen de mucha textura y de un cierto grado de confusión que expresa bastante fielmente la de los personajes. Narración no lineal con constantes flashbacks y flashforwards incluso dentro de una misma secuencia. Montajes musicales con una cámara a veces vertiginosa. Barridos y zooms. Ensoñaciones o visiones que rozan el surrealismo. Imágenes saturadas de brillos, colores y ruido visual. Mezcla de puntos de vista. Confusión espacio-temporal.
A veces, este tipo de estéticas que se despachan burdamente como videocliperas, se critican por superficiales, retóricas y banales. Nada más lejos de la realidad. La forma en Euphoria es completamente coherente con el contenido, no se puede separar una de otra y, probablemente, no tendría el mismo eco si estuviera realizada de un modo más convencional. Estamos antes una puesta en escena donde prima lo sensorial sobre cualquier otra característica porque se trata de estar inmersos en el vértigo de las protagonistas, las sensaciones de abismo, inseguridad e incertidumbre en las que viven. Y esas, las compartimos mal que nos pese y tengamos la edad que tengamos.
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