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plaza de salida / OPINIÓN

Es una trampa

12/08/2018 - 

VALÈNCIA.-Es más fácil entrar que salir. Introducir que extraer. Tragar que devolver.

Hoy he comido en un restorán de postín, luz tenue, mantel de hilo y servilletas a juego, donde los platos tienen nombres como Bombón hogareño de bechamel, ibérico y cuajo envuelto en tempura de pan hidrolizado. Cubiertos, bajoplato, vajilla, cristalería, salseras, salero y centro de mesa floral. Exagerada parafernalia. El producto fresco, perfecto en su arte cisoria, cocinado y presentación. Todo rico rico, hasta las infusiones con su nube de leche y ajonjolí. Se nota el respeto al paladar y el buen gusto de los clientes. Quien ha pagado lo ha pagado.

Días antes estuve atiborrándome de corfas, morcilla, zarajos, caracoles, riñones y bravas bravísimas en un restaurante de neón con mantel papelero y servilleta en copa, de esos de a 7,50 no sé si la cuenta, la acústica, el menú o la grasa, pero si lo prefiere tiene usted toda esa pizarra de «para picar». Por cierto, las croquetas caseras (lo que algunos conocen como bombón hogareño de bechamel bla bla bla) son de hoy recién hechas de ayer tarde. Como éramos varios, nos decidimos por la opción pizarrera, así cada uno zampa según su ritmo y necesidades. Todo rico, aunque justito el respeto a los derechos humanos y del consumidor. Salimos no llega a diez pavos por cabeza.

En ambos, sobremesa tras los postres, rutina. Un café solo con azúcar, uno largo americano, uno tocadito de negrita con sacarina, otro corto descafeinado, un medio de máquina, un cortao con morena y otro con leche templada y estevia. Todos con su vasico, plato y cucharilla individual. Panda de taraos. Paso de valorar lo de los llintonis. Disfruto si hay tertulia, no escuchando eructos ajenos.

En ambos, el equilibrio entre lo placentero y lo social fueron correctos. Las condiciones personales, las más óptimas, pues llegué con el hambre al punto, dispuesto a tapar el agujero estomacal. La ingestión rítmica y abundante, y mi estado final a gusto, complacido y silenciosamente flatulento. Aun así algo no encaja y reflexiono.

Y reflexiono. Nunca me ha interesado la comida ni su simbolismo ni costumbres ni personalidad ni nada de eso. Cocinar es de tunos. Una vez superado el proceso educacional, que básicamente consiste en saber comportarse y comer de todo y saludable, ya solo queda triturar de mandíbula, amasar de lengua y babas e ingerir el engrudo resultante. Y digo yo, ¿todo esto no se podría preparar ya desde fuera? Las papilas han hecho su trabajo, el buche lleno y el cerebro y las mollas reciben su recompensa.

La comida es una mera excusa para recargar las baterías. Prestamos mucha atención a lo que se ingiere y poca a la expulsión de los desechos. Y aquí quiero llegar, a la luz: ¿No es tan importante vaciar como llenar? ¿Entonces, por qué tanta excelencia dedicada a lo que ingerimos y tanto secretismo en lo que expulsamos? Durante años, en palacios y sitios de bien, esta necesidad también era motivo de encuentro colectivo y social. Estoy hablando de disfrutar. Estoy diciendo que evacuar es de rebeldes.

Así es cómo por medio de la textura, forma, densidad, consistencia e incluso colometría, estoy consiguiendo alimentar a mi cerebro de sensaciones olvidadas y rodear mi ano de momentos dulces, picantes, calientes, amargos, fríos o salados. ¡Mi estado de ánimo y simpatía están regulados por el ojete de Sauron!

Cansados de tanto alquimista culinario, en la expulsión controlada está el futuro de la gastronomía.  

 * Esta opinión se publicó originalmente en el número 42 (abril) de la revista Plaza

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