HISTORIA DEL CRUISING

Espacios públicos del deseo homosexual que eludieron la exclusión y persecución

Cada ciudad muestra sus mapas de sexualidades disidentes; espacios públicos donde, esencialmente entre hombres eclosionan secuencias de sexo fortuito, encuentros buscados al margen de lo normativo. El mapa del sexo líquido para gays y bisexuales en València se ha apagado en la era tecnológica, cuando las citas rápidas están al alcance de una app móvil: Grindr. Pero hace cuarenta años, con la sociedad postfranquista recorriendo los primeros capítulos de una democracia que todavía reconocía la Ley de Peligrosidad Social y condenaba al ostracismo a los homosexuales, la ciudad consolidó sus espacios para encuentros de cruising. Parques, jardines y parajes naturales que hoy todavía son frecuentados por gente que no quiere dejar huella digital de su orientación sexual, o jóvenes que ven más atractiva la idea de conocer mirando a los ojos, compartiendo los códigos tradicionales que impulsan al deseo

10/06/2021 - 

VALÈNCIA. Algunas personas paseando por los jardines de Viveros al caer una tarde de verano. De repente, un hombre de avanzada edad, observando su alrededor, comienza caminar y se detiene ante otro hombre, que levanta la mirada y la mantiene durante unos segundos. Se produce la precisa incomodidad que obliga a elegir entre retirar la vista o mantenerla unos segundos más; y gesticular. Un código que permitía en la era pre-internet reconocer en qué momento había posibilidad de entablar una conversación con un desconocido. Pocos minutos después, entre recovecos de un jardín, ocultos de las miradas ajenas, y de sus entornos y familias, ambos hombres se besan y pronuncian una secuencia de deseos que nunca podía acabar con un intercambio de teléfonos porque en el domicilio familiar no deberían saber lo que allí había ocurrido. Quizá se volverían a ver pasados unos días; o todas las tardes de lo que restase del verano.

El relato, recuperado por una fuente anónima, puede aproximarnos a sensaciones, necesidades o hábitos que con el paso de las generaciones se han ido transformando. Los hombres gays hoy alientan a la modernidad líquida de Zygmunt Bauman llevada al sexo; la obtención del placer inmediato, desarraigado y sin implicaciones emocionales para calmar deseos. El capitalismo ha vuelto a triunfar imponiendo brechas y condiciones: herramientas que facilitan la vida a cambio de obtener información, dirigirnos publicidad segmentada y asumir la obligatoriedad implícita de costear la localización GPS con cuotas de suscripción a servicios de pago para que los usuarios obtengan felicidad instantánea a modo de encuentros sexuales de forma más fácil que quien no dispone de medios, o quien se niega a aceptar las cláusulas sociales y de protección de la intimidad al compartir un perfil público en búsqueda de un polvo rápido o de una relación  con otro hombre.


No obstante, este momento de sexo líquido es muy diferente del que vivieron algunos hombres casados con mujeres, hombres gays que nunca aceptaron su sexualidad o hombres bisexuales que practicaban cruising mucho antes de que fuera acuñado el término. Era una necesidad vital para aceptarse y liberarse desde un punto de vista intrínseco, al margen de la costumbre social. A veces no podían ofrecer más que la habilidad del coqueteo, buen nivel de conversación y una foto revelada para el recuerdo. Así, durante décadas los jardines de Viveros, en entorno comercial de la Estación del Norte, algún tramo frondoso del jardín del Turia, o el entorno natural de dunas junto a la playa de la antigua Casa Negra en Pinedo, se convirtieron en espacios seguros para los encuentros sexuales.

Personas jóvenes que frecuentan todavía estos espacios aseguran que la posibilidad de socializar de forma presencial entre hombres gays está reapareciendo hoy, tras una etapa de casi desaparición; sobre todo a partir del momento en el que las calles quedaron vacías por la pandemia. El colectivo, de forma convencional, tiende a recuperar ahora estos espacios, los del sexo líquido y los afectos intermitentes, frágiles, en una época en la que las relaciones sentimentales han vivido una revolución hacia lo efímero. La historia de la vida privada de las personas habla de universalizar y simplificar los conceptos y hacer aproximaciones intergeneracionales, interculturales, que llevan a comprender el presente aprendiendo del pasado. El cruising es una práctica con mucha historia a sus espaldas, pero ahora ha perdido su sentido primigenio: la necesidad imperativa de tener un primer contacto físico para satisfacer deseos sexuales.

Los espacios públicos se aferran a su propia historia y se transforman. Un salto desde la adversidad y la exclusión de los tiempos pasados a la diversidad manifiesta y mayoritariamente tolerada por las generaciones actuales (pese a los casos crecientes de agresiones homófobas y tránsfobas). Lo que en un principio podría parecer un gueto, hoy es un espacio de libertad para reafirmar sexualidades disidentes en una realidad paralela a la que cuestiona y juzga incluso por la forma de vestir. Eso propicia que el cruising proporcione lazos de sociabilidad y potencie una forma de conocimiento nueva, diferente a las citas o al sexo que se puede encontrar en apps de ligue. “Es un espacio donde me siento realmente libre, a veces voy sin esperanza de encontrar a nadie interesante, y aparece una persona que solo busca hablar; no todo el mundo que frecuenta esos espacios busca lo mismo”, es la declaración de un treintañero que, pese a las facilidades de Grindr y Tinder opta por conocer gente cara a cara.

Este uso del espacio se diferencia también de los establecimientos privados dedicados a encuentros sexuales; saunas, cuartos oscuros, pubs con espectáculos de sexo, o incluso las salas de cine porno (la última sala X de España que ha cerrado sus puertas es la de València). Porque el paseante de cruising no suele tener expectativas. “El jardín del río, por ejemplo, es uno de los mejores sitios para conocer a gente, porque puedes hacer lo que quieras, saludar y charlar, dar un paseo, tener un momento de petting o sexo, y hay gente de todas las edades; cada persona busca una cosa diferente, y a veces se producen encuentros muy interesantes”, explica otro joven que lo frecuenta casi semanalmente, y dice que pocas veces encuentra a las mismas personas. “Encontré un feeling muy especial, diferente al que se da en discotecas o en las apps, donde la gente no suele ir con la verdad por delante o muestran solo una fachada. En estos espacios la gente quiere conocer sin filtros, y dicen con honestidad lo que les apetece, lo que buscan, o de lo que quieren hablar”.

Sobre este fenómeno de socialización del colectivo LGTB, que en València ha contado con los mismos espacios desde la etapa de la dictadura, todavía se estudia cómo se produce un fenómeno de mapeo de usos del espacio a nivel sociológico. Puede resultar curioso cómo de forma clandestina surgen espacios para un uso endogámico y para personas poco proclives al reconocimiento público de su orientación sexual. ¿Cómo popularizar un lugar teóricamente secreto? El escritor Álex Espinoza publicó el pasado año Cruising. Historia íntima de un pasatiempo radical (Editorial Dos Bigotes), que viene a analizar el nacimiento de estos entornos como una necesidad de poner en contacto a miembros de una misma subcultura, en este caso el colectivo gay y bisexual; aunque también se conocen espacios específicos para personas trans, o para el intercambio de parejas heterosexuales.

Los albores del cruising se situarían, según este ensayo, en la antigua Grecia, cuando se acuñó el término ‘pederastia’ con una acepción algo diferente a la actual; hombres mayores que buscaban sexo con hombres jóvenes, y se relacionaban desde un punto de vista del poder y sometimiento de unos sobre otros. Con el impacto del nacimiento de la gran ciudad quedó demostrado cómo en algunos espacios apartados de los foros principales, surgía el cruising en entornos amables, que se señalizaban con graffitis y mensajes en una clave fácilmente reconocible por el paseante. Así, hasta nuestros días, los encuentros sexuales en las calles siguen siendo un tabú, un juego prohibido que renueva su público y ha sobrevivido a generaciones que vivieron en su propia piel la marginación social por su sexualidad.