MEMORIAS DE ANTICUARIO

Esa rara pasión de coleccionar, explicada por otros

13/05/2018 - 

VALÈNCIA. El texto de hoy está plagado de comillas. Hoy hablan otros, mejor que yo, de un hecho, el de coleccionar, del que ya en la antigua Grecia se citaba descriptivamente. Hay un pasaje en las memorias del político catalán Francesc Cambó (1876-1847) que de forma sencilla cuenta las razones por las que se convirtió en coleccionista de pintura antigua. La primera de ellas era que la contemplación de las obras de arte transformaban su espíritu. De forma ilustrativa dice “nunca la contemplación de una belleza natural me había liberado de una tristeza, sino que la había agravado, en cambio las obras de los hombres llegaban a aclarar mi espíritu y a crear en el fondo de mi alma un intenso júbilo”. Llevado por su afición por el arte y aun no sabiéndose coleccionista, siendo diputado en Madrid frecuentó el museo del Prado “muchas veces nos encontrábamos tan sólo el marqués de Comillas y yo” ; su contacto con gran pinacoteca fue definitivo en su vida, hasta que emergió la ilusión de “poder convivir algún día con una de aquellas supremas expresiones del arte”. 

De ello, llevado por su carácter de hombre público, nació también el deseo de dotar a Barcelona de un museo con obras del Renacimiento. Un museo que “viniera a ser un modesto complemento del Museo del Prado, con artistas y períodos que no estaban bien representados en la pinacoteca madrileña”. Su primera adquisición importante fue la de un Greco con el que “empecé a sentirme coleccionista”. Con el tiempo fue adquiriendo telas de segunda fila que “me proporcionaban una mediocre satisfacción”. Hasta que llegó el retrato de Marullus de Botticelli, cuya decisión de comprar o no comprar, le tuvo toda una noche en vela. Fue una adquisición conocida en el mundo del arte hasta el punto de que el gran marchante Duveen tenia una persona especialmente dedicada a vigilar aquel cuadro por si se ponía a la venta y según le manifestó al propio Cambó “no haber podido comprar el Marullus significó el primer fracaso profesional de mi vida”.

El académico y escritor francés de obras como Haute curiosité (1971) y L'Amour de l'art (1984) Maurice Rheims, considerado uno de los mejores tasadores de arte de Francia, por la gran curiosidad y vocación que tuvo a lo largo de su vida por los objetos artísticos definía de la afición a coleccionar como una suerte de juego pasional. Configuró, incluso, una cronología humana en la que la niñez es la etapa del dominio del mundo exterior a través de la manipulación, la colocación y la clasificación de objetos. Entre los 7 y los 12 años comienza una primera fase activa de coleccionismo cuando el niño pretende acaparar todo lo que le seduce a su alrededor: muñecas, coches, dinosaurios... Esta etapa tiende a desaparecer con la pubertad y, sólo en ocasiones, cuando finaliza esta fase es cuando nacen los auténticos coleccionistas, como, si los impulsos hubieran permanecido “durmientes” y de alguna forma sufriéramos una regresión a nuestra niñez (¿existe un gen que nos hace proclives a coleccionar?). Cuando esto sucede es difícil que se abandone.

Walter Benjamin, mientras desembala por enésima vez sus libros, escribe algunas de las reflexiones más brillantes sobre el hecho de coleccionar “si es cierto que toda pasión linda con el caos, la del coleccionista roza el caos de los recuerdos” definiendo al coleccionista como “el fisionomista de los objetos”, porque de alguna forma para el coleccionista auténtico “adquirir un libro significa hacerlo renacer”, traerlo a una segunda vida. Como tránsito vital, el filósofo alemán Ernst Bloch habla de coleccionar como “una forma fatal de viaje, cercano a la codicia y a la avaricia” o Calvo Serraller como  un viaje mental que consiste, en “atesorar ilusiones en forma de cápsulas que contienen lejanías temporales y espaciales”. 

Si hay una figura parangonable a la del artista en el siglo XIX que vive entre la bohemia y las buhardillas es la del coleccionista,  puesto que su mundo es también el del interior. Benjamin dice “El interior es el lugar de refugio del arte. El coleccionista es el verdadero inquilino del interior. Hace suyo transfigurar las cosas y quitarles su carácter de mercancía. Les presta el valor de su afición en lugar del valor de uso. El coleccionista sueña con un mundo lejano y pasado. Un mundo en el que las cosas están libres en él de la servidumbre de ser útiles”. La colección tiene la naturaleza de artificio porque realmente los objetos que las componen no han sido creados para estar juntos con esa nueva función que se les da. No sucede tanto con el arte que sí que nace para su contemplación, pero el resto de objetos nunca fueron concebidos para durar más allá de su vida útil y utilitaria. Si lo pensamos bien ¿de que sirve seguir preservando, con mayor cuidado incluso que cuando eran objetos de uso, generación tras generación, un juego de pesas y balanza en su pequeño estuche, que era utilizado en el siglo XVIII, y que ahora sería ridículo exhibir, ante el cliente, en una casa de compraventa de oro? Puro romanticismo.

A pesar de que hablemos de viajes, pasiones o sueños, la figura del coleccionista, tradicionalmente, no ha tenido buena prensa. Fue un personaje repetidamente caricaturizado en las comedias de los siglos XVIII y XIX, y en las novelas decimonónicas aparece descrito como un ser ingenuo y rozando lo maniaco. Si su manía le ha llevado a hacer algún negocio con algo de su colección, lo convierte en un frío e insensible especulador y, en definitiva, un impostor que se traiciona a sí mismo por el hecho de desprenderse de una o varias de las piezas. Sin embargo, parece que todo tienen un final feliz, puesto que, como dice Benjamin, “sólo cuando el coleccionista se extingue, él y su labor es comprendida”. De repente ese ser poco comprendido, que dona su colección a un museo, que fallece surgiendo sus herederos debajo de las piedras, acechando los tesoros acumulados, o que debe desprenderse de su colección por imperiosa necesidad, súbitamente este personaje es comprendido, aceptado y su empresa artística, admirada y más si esta colección arroja luz y conocimiento.

Dejaremos para otro momento la figura del marchante que viene a ser la contrafigura del coleccionista, dedicado a devolver al mercado lo que el coleccionista ha retirado, procurando que el objeto vuelva a demostrar su cotización, a través de lo que Flaubert llamó cínicamente en su Educación sentimental “lo sublime a buen precio”.

 

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