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En busca de ‘Los últimos pianos de Siberia’ con Sophy Roberts

Seix Barral edita este magnífico libro para cuyo disfrute no se requiere conocimientos específicos sobre lo pianístico o lo ruso, sino solo ganas de aventurarse en la tierra interminable

30/08/2021 - 

VALÈNCIA. La música amansa a las fieras, o al menos, que no es poco, a la fiera humana, el animal más feroz: si esto fuese cierto, bastaría con vivir en un perpetuo hilo musical para ponernos remedio, así que debe ser no una mentira, pero sí una exageración. La música es, sobre todo, humanidad. Cuesta imaginar cómo es percibida nuestra música por otros seres vivos con capacidad para escucharla o sentirla. ¿Entienden los perros que la voz y acordes de, pongamos, Smells Like Teen Spirit, son un todo, o captan una serie de ruidos más o menos simultáneos? ¿Pueden los gatos, con su oído superior, impresionarse con una improvisación jazzística? ¿Qué opinará un murciélago de una bachata? La música humana, la única que conocemos, está hecha a medida del ser humano, y nos acompaña desde poco después de los orígenes: hemos hecha de ella parte de nuestro mundo. Hemos hecho con ella, también, nuestro mundo. No son pocos los congéneres que se despiertan con música, y capean el día con ella casi en todo momento. La música nos define, pule nuestra identidad, y forma parte de algunos de nuestros mejores recuerdos. Luego, además, hay quien no solo se conforma con recibirla y disfrutarla, sino que aprende a crearla y a compartirla. La razón por la que se escoge un instrumento y no otro —además de la voz—, depende en gran medida de las modas y el acervo cultural de cada cual: la historia de España ha sonado a guitarra, uno de los instrumentos que en sus diferentes formas y sonidos más se ha extendido por el globo. La historia de Rusia, ese enorme país y territorio que se estira sobre el mapa desde Europa hasta el Pacífico, reverbera con los ecos del piano, en ondas que atraviesan las décadas desde un pasado aristocrático hasta un presente del tercer milenio, vibraciones que son capaces de adentrarse en la inmensidad terrestre, que en la zona no oceánica de nuestro planeta tiene un nombre: Siberia. 

Lo que es Siberia, en realidad, no lo entiende mucha gente. Ni los mapas ni las leyendas hacen justicia a sus proporciones. Es más grande todavía. La escritora británica Sophy Roberts puede dar fe de ello, de su tamaño, de sus particularidades, y de los testimonios que albergan sus hogares y edificios. Roberts ha explorado Siberia, en concreto, siguiendo el rastro de los pianos, de Los últimos pianos de Siberia, como evoca el título de la obra que publica Seix Barral con traducción de Ramón Buenaventura, la crónica de una investigación que atrapa desde la primera página, y que ha llevado a la autora a conocer en profundidad hasta qué punto la música marcó la vida rusa durante los siglos XIX y XX, y hasta dónde llegó la pianomanía, que consagró allí a pianistas de todo el mundo, en una escena no tan diferente a la que podemos encontrar en la actualidad, con fans dispuestos a todo por la celebridad adorada, por ejemplo: “Field puso el primer acorde, por así decirlo, en el culto pianístico ruso, pero fue la fama del húngaro Franz Liszt la que en 1840 trocó en pasión el amor de los rusos por el instrumento. Las mujeres atrapaban mechones del ondulado e icónico cabello de Liszt para guardarlos en medallones y llevarlos cerca del pecho. Las fans se peleaban por sus pañuelos de seda, los posos de sus cafés (que llevaban en viales) y sus comillas. Las jóvenes alemanas se hacían brazaletes con las cuerdas de piano que él percutía y convertían en amuletos los huesos de cereza que escupía. Cuando Liszt salió de Berlín camino de Rusia, en la primavera de 1842, lo hizo en una carroza tirada por seis caballos blancos y seguida por una procesión de treinta carruajes”. Por todo lo alto. 

El piano, cuenta Roberts, se convirtió en un elemento realmente importante en la cultura rusa, hasta tal punto que ni siquiera las dramáticas deportaciones a las colonias penales siberianas de los zares o a los gulags lograron borraron de las vidas de los desterrados, que marcharon para allá, a veces a vivir y otras muchas veces a morir, con sus pianos a cuestas: marcharon miles de kilómetros acarreando sus instrumentos pero también su pasión y su erudición, de tal manera que en los inmensos confines del imperio, el piano se instaló y se desarrolló lejos de los salones de San Petersburgo, en unas tierras extremas hostiles a su estructura, a sus materiales, a sus componentes, pero vastas, amplísimas, y por tanto favorables a su voz, porque como señala Roberts, la música se dispersa con facilidad en los grandes espacios, igual que las personas, y si algo es Siberia, es espacio, además de tiempo. Siberia no es, como se suele creer, tundra, taiga y estepa helada: la primavera siberiana hace hervir la tierra y el fango de mosquitos, y en verano, el calor puede llegar a resultar asfixiante. Siberia ha sido sinónimo de muerte, pero está repleta de vida, y ha sido —y en parte sigue siendo—, uno de los escasos lugares en los que un ser humano, siempre que fuese lo suficientemente lejos, ha podido escapar de la civilización dejando todo atrás, inclusive al pasado y al resto de perseguidores: lo saben los viejos creyentes que huyeron hacia su interior para conservar su fe y que acabaron formando comunidades tan alejadas de cualquier vecino que han llegado hasta nuestros días ajenas a todo, y siendo descubiertas por casualidad al borde de la extinción absoluta, del inmenso olvido que allá se traga las historias. Es por esta voraz indiferencia continental por la que el trabajo de Roberts en busca de los últimos pianos de Siberia es tan fabuloso: la autora aguza el oído para dar con la melodía de unas historias que ya se escriben en la partitura del silencio. 

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