CARTAS DESDE BOLONIA

El peligro de la nostalgia. Ni los setenta fueron aburridos ni Sandra Mozarowsky se suicidó por amor

La modernidad era eso: veranear en Benidorm, autocomplacerse de un país que acogía escandinavas despampanantes, babear sobre la arena o el televisor y acabar yéndose de putas a la calle Oriente

7/05/2018 - 

VALÈNCIA. Dice Clara Usón que a Sandra Mozarowsky sólo le ofrecían papeles de prostituta o de doncella en ese cine casposo y cateto de los años setenta, y que de alguna manera esas dos opciones la llevarían, como una premonición, a la muerte. El 14 de septiembre de 1977, la joven actriz se precipitó por la terraza de su apartamento, cercano al Paseo de la Castellana. 

Había llegado de Tetuán y con apenas 11 años, en 1969, había debutado en la gran pantalla en una película sobre la Guerra Civil y la evacuación de los niños vascos. Con 16 años, en cambio, cambió (la cambiaron) de registro, y Sandra Mozarowski se convirtió en una de las musas del destape y del cine erótico de los setenta. 

Su cuerpo tímido y adolescente, violentado en la gran pantalla, al parecer era codiciado del mismo modo en las noches de Madrid. Dicen que trabajaba como prostituta en el club de alterne que regentaba Paco Martínez Soria, el abuelo de España, en la calle Oriente. Dicen que conoció al rey Juan Carlos. Dicen que su cuerpo cayendo desde la terraza se debió a ¿su romance con el rey? ¿un embarazo que pondría contra las cuerdas a la Corona? ¿un suicidio? ¿un accidente? 

En una de las revistas de la época, semanas después de su muerte se podía leer en titulares: "A Sandra le gustaba mucho estar en la terraza de su casa". Y se veía a la actriz sentada, o con la mano en el mentón y el codo sobre la barandilla, asomándose a una calle llena de árboles y coches.

Había llenado portadas de revista con su cuerpo adolescente en bikini, o con el torso desnudo y los cabellos cayendo sobre sus pechos y cubriéndole estratégicamente los pezones. Había declarado insistentemente en entrevistas su virginidad y su deseo de un amor sereno, con esa mezcla de candidez y sensualidad, dureza y dolor que uno observa quizás lastrado por el conocimiento de su trágico final. 

El cine del destape fue la ración de falsa modernidad que creó el franquismo. La liberación de cuarenta años de dictadura fingía abrirse paso con las películas eróticas y dicharacheras de la industria del tardofranquismo. Las suecas de José Luis López Vázquez. La tartamudez de Alfredo Landa mientras observa a las chicas en la playa. Los cachetes de Paco Martínez Soria a la empleada doméstica. 

Ese cine promocionaba el prototipo del hombre español descubriendo la libertad y la fascinación de un cuerpo de mujer vigoroso y atractivo, frente a las mujeres de luto del franquismo o la mojigatería de los usos amorosos. El deseo inconfesable de todo padre de familia. Eso que, teñido de nostalgia, puede llegar a ocultar lo que sin duda era la entrega de la cultura española al consumo de cuerpos femeninos para goce (exclusivo) de los varones. Una escuela en la que la educación sentimental de la nueva generación (moderna) se dosificaba con raciones pornográficas en las que acababa triunfando paradójicamente la moral familiar y bienpensante. 

La modernidad era eso: veranear en Benidorm, autocomplacerse de un país que acogía escandinavas despampanantes, babear sobre la arena o el televisor y acabar yéndose de putas a la calle Oriente.

Clara Usón

Clara Usón recrea todas las incógnitas sobre la muerte de Sandra Mozarowky en su última novela, El asesino tímido. Recoge los datos, las dudas, rellena con ficción los huecos de su extraña vida y recompone el mosaico de toda una época violenta. Ya había sondeado los misterios del suicidio en su novela anterior, La hija del Este, que le valió el Premio de la Crítica en 2013, pero esta vez de Ana Mladić, hija del general serbio Ratko Mladić, el genocida de Srebrenica.

Pocos años antes, Marta Sanz había recuperado la historia de Mozarowsky en uno de los pasajes de su novela Daniela Astor y la caja negra. En ella, la escritora madrileña se adentraba en ese momento engañoso del destape y rastrea las figuras de Susana Estrada, Bárbara Rey, María José Cantudo, Amparo Muñoz, Nadiuska o Inma de Santis. Sus romances con señores mayores y poderosos. Sus ansias de triunfar en una España de mierda entregada al cotilleo. La violación de las miradas en la gran pantalla. La heroína de los ochenta. La cocaína. Las operaciones estéticas. Los episodios de depresión. El intento de sobrevivir a la vejez y al olvido. Y finalmente las esperpénticas entrevistas en Tómbola y Sálvame Deluxe. En definitiva, la entrega constante de una vida, de un cuerpo y de una intimidad, para goce y disfrute pasajero. 

El peligro está en envolver aquella época con el velo de la nostalgia, revisar El desencanto de Jaime Chávarri y pensar que aquella familia burguesa era el fiel reflejo de una España desencantada. Que todo el país se expresaba de manera alambicada y citaba a Proust y Baudelaire. Que en 1976, el año en que se estrena la película, fue un año aburrido y sin emoción. Que Tierno Galván era un alcalde moderno, aunque se declarara orgulloso de su homofobia y de las tetas de Susana Estrada. Que Carmen Díez de Rivera, fantasmagóricamente retratada en El azar de la mujer rubia por Manuel Vicent, movía los hilos de la Presidencia del Gobierno a favor del Partido Comunista.

Años después Manuel Vázquez Montalbán publicaría en Interviú una serie de reportajes en los que relataba sus almuerzos con “gente inquietante”. En ellos les preguntaba a Manuel Fraga sobre el terrorismo de Estado, a Juan Maria Bandrés sobre el terrorismo de ETA o al Duque de Alba sobre el terrorismo de clase. Pero también mantiene entrevistas interesantes con Bibi Andersen, por ejemplo, a quien reconoce ser “una mujer espléndida”.  

El peligro, decía, es pensar que aquella no fue una época de violencias y exclusiones, de pistoleros y de niñas violadas como La isla mínima, de atentados de ida y vuelta. Ni que los años ochenta, pese a la movida madrileña y periférica (tanto pelo rojo para acabar votando al PP), fueron los años de la heroína, los quinquis y la aparición del SIDA.

Edurne Portela

Edurne Portela recrea en Mejor la ausencia el clima de violencia naturalizada de una niña que crece en el País Vasco de los ochenta y cuyo padre mantiene reuniones clandestinas en el entorno de los GAL. La violencia se reproducirá también en casa, contra la madre y los hijos, recordando no solo la institucionalización de la violencia política, sino de la violencia de género, la sorda violencia familiar que en aquellos años se veía como una catástrofe lamentable que debían soportar las mujeres. 

Javier Cercas en Las leyes de la frontera intentará recuperar el género quinqui y dibujar aquella época de chatarra, descampados y tirones de bolso. Esa España peligrosa y marginal, como El pico de Eloy de la Iglesia.

Javier Pérez Andújar, en su magnífica novela Paseos con mi madre, observará el paisaje de aquellos años: los setenta del movimiento obrero y movimiento vecinal, los ochenta de la droga, del rock y de la lejanía de Barcelona viniendo de Sant Adrià de Besòs: “tantos años de luchas y de huelgas para acabar viendo Intereconomía”, dirá el narrador en algún momento, perdido entre los bloques y los recuerdos. 

Quizás como compendio de aquella época, al cruzarse con el amigo de la infancia, el Miguelito, y al verlo devastado por la droga y deambulando por los puentes de las autopistas que circundan Barcelona, lo escuchará decir desde un presente ultraterreno: “No veas cómo me acuerdo de ti, cha!, me dirá [...] con la voz rota por el heavy metal y la metadona. ¡No veas cómo me acuerdo de ti, cha!, vuelve a exclamar, y lo repetirá todo el rato; porque ya no hay nada detrás de ese recuerdo. [...] No veas cómo me acuerdo de ti, cha. Y luego cambiará de expresión, como arrepintiéndose de haber hablado, y continuará: ¿Sabes qué pasa, tío?, que no me gusta recordar, que cada vez que recuerdo me pongo a llorar”. 

Pues eso.

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