VALÈNCIA. Te llamas Áurea Ortiz, te gustan las series y escribes sobre ellas. Te dispones a ver la nueva sensación de Netflix (¡y van! No hay semana sin su sensación, como los partidos del siglo), la española El inocente, sin prejuicios y con cierta curiosidad. El primer capítulo ofrece misterio y el inicio de una historia enrevesada, una realización efectista llena de subrayados visuales y sonoros y un Mario Casas que, claramente, no va a ganar puntos con este trabajo en su batalla por ser considerado buen actor. Su personaje (“Te llamas Mateo Vidal, pero todo el mundo te llama Mat. Todavía estabas en la universidad. Nunca quisiste matarlo”), te interesa entre cero y nada. Aun así, seguirás. Sin entusiasmo, que no es nada del otro jueves, pero al fin y al cabo solo has visto un episodio y puede resultar entretenida para los momentos de “va, un capitulito después de cenar”, cuando estás cansada del día laborable y tu cerebro un poco fundido. Sabes que es de esas series que puedes seguir mientras echas un vistazo al twitter.
Te pones el segundo capítulo y parece que te están contando otra historia, aunque solo desde la trama, porque la puesta en escena sigue igual, con sus subrayados y su efectismo. Ahora la protagonista es Alejandra Jiménez (“Te llamas Lorena Ortiz y tenías siete años cuando la persona que decía que más te quería te abandonó”) y te alegras, qué buena actriz es esta mujer. No sale Mario Casas y su personaje cero interesante, mejor todavía. Ya le vas pillando el tranquillo: una primera secuencia impactante con un acto violento o sus consecuencias e, inmediatamente, entra la voz en off de uno de los personajes del relato, contando quién es en primera persona, según la fórmula “Te llamas Fulano y te pasa esto”. Todo suena a cosas ya cien veces vistas y los diálogos parecen sacados de una serie americana del montón, pero, ea, decides seguir con la serie, a ver cómo se unen ambas historias.
Continuas con el tercer capítulo y aquí ya empieza todo a torcerse definitivamente. Tampoco es que antes estuviera muy enderezado, pero tenía un pase. Turno ahora para Juana Acosta, otra buena actriz, obligada a lidiar con un personaje y unas frases imposibles. Y hete aquí que, de pronto, estás en Sky rojo. Pero, un momento, ¿esto no lo he visto yo hace poco? Oye, que hasta el burdel es prácticamente igual. ¿Acaso existe una tipología arquitectónica de burdeles españoles y no lo sabías?
Decides abandonar la serie, con la de cosas buenas e interesantes que hay para ver y leer. La cosa empieza a ser más bien inverosímil y forzada, abundan los clichés y, sobre todo, hay demasiados subrayados y todo está sobreexplicado. Pero como esto comienza a molestarte, y todo el mundo habla de la serie, incomprensiblemente, como si fuera el gran acontecimiento, decides que vas a escribir sobre ella, ergo, tienes que verla hasta el final.
Avanzas. El resto de personajes se siguen presentando (Te llamas X y blablabla…). De verdad, no hace falta que, cada vez que aparece alguien nuevo, me explique lo que ya he visto, con pelos y señales, desde su punto de vista. Lo he entendido, no soy tonta. Así cualquiera rellena capítulos. También empieza a enervarte un poquito tanta muerta, tanto cadáver femenino descompuesto y maltrecho fotografiado desde todos los puntos de vista: el pubis, los pechos, el rostro destrozado, venga ahí de plano detalle y primeros planos. Por no hablar de la exhibición de cuerpos de mujer hipersexualizados y varios personajes femeninos siendo brutalmente golpeados. Te dices, va, igual no es para tanto, las dichosas gafas moradas, espérate al final de la serie a ver el resultado total.
Nanay. Todos los cadáveres femeninos bien detallados, varias secuencias de palizas a mujeres largas y prolijas, mientras aparece algún que otro cadáver masculino, ni de lejos tan exhibido ni machacado como los de ellas. Como en Sky rojo, la supuesta denuncia de la violencia contra las mujeres y la explotación sexual acaba resuelta en el cuerpo femenino espectacularizado, esté vivo (esas actuaciones en la barra) o muerto. En serio, hacéoslo mirar.
Ves a un montón de buenos intérpretes bregando con personajes y diálogos imposibles (este sintagma lo he empleado antes, lo sé, pero es que estoy imbuida del espíritu repetitivo de la serie): José Coronado, Ana Wagener, Aura Garrido, Susi Sánchez, Martina Gusmán, Gonzalo de Castro, Miki Esparbé (que, en puridad, no tiene personaje al que agarrarse). Todo es cada vez más absurdo. Mario Casas no remonta ni por equivocación y sospechas que alguien ha debido darse cuenta porque, en realidad, es el que menos diálogo tiene, además de las frases más cortas.
Hace rato que la serie se te ha hecho bola y te aburres. Adivinas uno por uno todos los malos de la función, bastante antes de que se descubra el pastel. No me las estoy dando de lista, es que no es difícil atar cabos, teniendo en cuenta que cada cosa te la muestran varias veces o introducen insertos de algo que viste hace diez minutos no sea que te hayas olvidado o se te haya pasado en el momento justo en que estabas mirando el whatsapp. Y, además, el subrayado musical, el montaje aparatoso, el zoom, el contrapicado enfático, el plano de detalle por si no te has percatado: imposible no acertar.
Te llamas Áurea Ortiz y, agotada y harta de que duden todo el rato de tu inteligencia, llegas, al fin, al último episodio donde, vayapordios, te vuelven a explicar toda la historia, con todas sus muchas casualidades e incongruencias. Socorro.
“Violencia, sexo, desnudez, suicidio, violencia sexual, drogas y sustancias tóxicas”. Es lo que indica Netflix al comienzo de cada capítulo, avisando. Solo falta rockanrol, pero es que de eso no tiene. Les ha faltado añadir, y eso sí sería una verdadera advertencia: clichés, reiteración, diálogos y personajes imposibles, subrayados para tontos, situaciones forzadísimas. Y vacío, mucho vacío.