VALÈNCIA. Me despierto. Cojo el móvil y reviso las noticias. Siempre hago lo mismo por las mañanas, cojo el móvil como si solamente él pudiera certificar que he vuelto de la dimensión de lo onírico. La pantalla de mi teléfono me hace saber que Donald Trump sigue perdiendo las elecciones presidenciales. No todo iban a ser malas noticias en el nefasto 2020. Me siento tan bien que vuelvo a dormirme.
Hace más o menos cuatro años amanecía en una habitación de hotel en Barcelona. Cogí el móvil para comprobar la hora y me enteré de que Donald Trump se había convertido en presidente de su país. Al día siguiente volví a despertarme en la misma habitación, volví a coger el móvil y me enteré de que había fallecido Leonard Cohen. Sentí como si, ante la posibilidad de permanecer en un mundo en el que la maldad y la estupidez pudiesen cobrar tal magnitud, tanta presencia, y tras haber tenido una vida larga y plena, el poeta hubiese optado por no demorar más su partida hacia la noche eterna. Ahora que renace una cierta esperanza, el gran milagro sería que resucitara Leonard Cohen para cantarnos una canción de despedida. Me acuerdo de la pesadumbre de aquellos músicos y artistas americanos con los que he hablado durante estos cuatro años, cada vez que salía a colación el tema del impresentable presidente. Recuerdo especialmente el disgusto de Cristina Martínez, de Boss Hog, contándome la decepción compartida con todos los conocidos con los que se reunió para seguir la jornada electoral; y recuerdo también las palabras de Laurie Anderson el pasado septiembre, cuando afirmaba que la situación que se vivía en su país no era otra cosa que fascismo. Ese fascismo elefantiásico que tanto les gusta a los absolutistas de los países más pequeños para sentirse legitimados.
Saco del buzón el número especial del 35 aniversario de Ruta 66. En el espacio reservado para el editorial, mi amigo, el periodista Fernando Navarro escribe un maravilloso texto acerca del fin de una era que no sabemos en qué desemboca. Porque un día gana Trump, pero cuando al siguiente muere Leonard Cohen, uno ya recibe la noticia jodido porque antes han muerto, de repente, Prince y Bowie. Un siglo no muere solamente porque cambien unas cifras, debe ser algo parecido a cuando una estrella deja de existir…Fernando habla en su artículo del poder de la esperanza, de la locura de querer seguir adelante, a pesar de todo y precisamente también por eso mismo. La vida también puede medirse por la cantidad de esperanza que uno llega a depositar en ella. El trabajo de Fernando, que es el mismo que el mío, está herido de muerte desde hace tiempo. Nuestros referentes -actores, escritores, músicos, poetas- sucumben al peso del tiempo o de la vida. Sin embargo, aquí estamos, condenados a no olvidar que no hay nada más poderoso que la conciencia de estar vivo. Y esa foto de un Truman Capote feliz y saltarín que Fernando cita en su texto, es la vacuna para no contagiarse del virus del desánimo. Si alguien quiere una prueba más palpable de todo esto que digo, ahí está en los quioscos, después de 35 años, el número 386 de Ruta 66, la revista en la que crecí como especialista musical. Hace años que nos conocemos, pero a Fernando nunca le he dicho que, uno de los motivos por los que le admiro y leo con fe las cosas que escribe es que, en él, que es bastante más joven que yo, perviven el ímpetu y la ilusión por comunicar sobre la música que yo tuve en mi juventud.
Se publica la primera canción de Luna Valle. Hace unas semanas hablaba aquí mismo sobre ella, cuando debutó cantando con Tórtel. Ahora debuta con su propia canción y caigo en la cuenta de que, a lo mejor, no hace falta que resucite ni Leonard Cohen ni nadie para seguir creyendo en el futuro porque este jamás se marchita del todo. Sobre Luna y su primera canción, Estado de alarma, redacté estas líneas para acompañar a la nota de prensa enviada a los medios especializados: “Luna Valls dice que lo mejor de componer e interpretar sus propias canciones es que puede ser sincera. Luego puntualiza que sincera lo es siempre -en realidad dice “soy muy clara”-, pero que al hacer su propia música, ya no hay filtros, desparecen. Luna escribe tal como se siente y canta del mismo modo. Tiene 17 años y Estado de alarma, la primera canción que publica, posee el intenso poder de la adolescencia. Estado de alarma es una canción que se mueve desplegando un halo de incertidumbre, taciturna. En un momento histórico en el que la frase que da título a la canción sirve para definir al mundo entero, Luna nos habla de su propia sensación de alarma, una más íntima, personal e intransferible. Esa sensación que produce estar cerca de alguien que sabes que está pensando en besarte. En Estado de alarma el deseo también es temor, y la duda tiene el mismo sabor que la ansiedad. El sueño de Luna es llegar a componer una canción que haga sentir a los demás lo mismo que experimenta ella escuchando a Bowie, los Beatles, Wilco o Radiohead. Hace unas semanas escuchamos su debut como cantante acompañando a Tórtel en la canción Algunos de nosotros. Ahora Tórtel, que es casi como su mentor artístico, acompaña a Luna en Estado de alarma. Y todo encaja. Estado de alarma es un frasco que contiene una mezcla de esencias vitales. Es el fin de la inocencia y un primer aliento de inteligencia. El relato de una chica a punto a de transformarse en mujer. No tiene sentido seguir dándole vueltas al presente cuando el futuro suena así.”
Leo una entrevista que le hace Elsa Fernández Santos a Almodóvar. En ella el director cita a Susan Sontag al hablar del desasosiego que le producen las pantallas domésticas. Ellas son la antítesis del espíritu original del acto cinematográfico, estar encerrado en una sala oscura entre desconocidos compartiendo imágenes e historias que tienen lugar en una pantalla gigantesca. La antítesis de eso que Antonio Di Benedetto proclamaba en Los suicidas: “Me voy al mundo sobrenatural del cine”. El mundo sobrenatural del cine se parece mucho al de los sueños. Ambos se proyectan en pantallas enormes. Las de los móviles solamente sirven para enfrentarte de nuevo con la realidad.
Suena el timbre. El cartero. Me pongo la mascarilla mientras escucho cómo sube el ascensor. Un paquete de discos. Escucho el nuevo de Kevin Morby y no sé por qué motivo me recuerda mucho al primer Leonard Cohen, esa delicadeza, la fragilidad. El disco se llama Sundowner, un término que más o menos viene a referirse a aquellas personas que se ponen melancólicas durante las puestas de sol. Las puestas de sol en otoño, no voy a hablar de nuevo sobre ellas. Me conformo con soñar durante unos instantes que el mal puede ser conjurado, como si acabara de penetrar en el mundo sobrenatural del cine o todavía no me hubiese despertado del todo.
La Navidad está hecha para la felicidad de los niños. En cambio, a un adulto le basta con fingir alegría y recordar los años de nieves y gracias de su infancia. No queda casi nada de aquel tiempo en que la gente se felicitaba las Pascuas por carta y era costumbre pedir el aguinaldo