En EEUU es común que la gente crea que todo el país pertenece a la misma clase social y que al que le va bien es porque triunfa y al que no, porque pierde. Por eso se han eludido las cuestiones de clase a la hora de analizar muchos fenómenos, el de la white trash o los rednecks sería uno de ellos. Un sector rural empobrecido cuyos habitantes son estereotipados en el cine y la cultura como reaccionarios y son rechazados por las clases urbanas educadas. A principios del siglo XX se llegó a intentar demostrar que eran genéticamente defectuosos.
VALÈNCIA. En 1997, Oliver Stone, natural de Nueva York y señor muy de izquierdas, filmó en U Turn (Giro al infierno) un resumen perfecto de la percepción tan extendida que tiene una clase urbana educada de los trabajadores de lugares menos glamurosos. Sean Penn atraviesa el desierto de Arizona, sufre una avería y tiene que adentrarse en un pueblo donde los lugareños llenos de mierda apenas son capaces de articular palabras coherentes, mientras que los que saben hablar son el cacique y su casquivana mujer que no tienen nada mejor en mente que intentar asesinarse el uno al otro.
El guión provenía de una novela de John Ridley y reproducía, con más clichés, el molde de una anterior, Deliverance, de James Dickey, llevada el cine por John Boorman. La solapa de ese libro decía así: "Cuatro amigos -mediana edad, clase media- deciden realizar un descenso en canoa por un tramo virgen del río Cahulawassee, en una zona aislada de -quizá- el noroeste de Georgia, una aventura a la medida de gente de ciudad: novelesca, incómoda, poco peligrosa. Pero resultó peligrosa. Y no por la agreste naturaleza, sino por los hombres, seres cuya vida se desarrollaba en sociedades marginales, endogámicas, plagadas de taras físicas y psicológicas, hostiles a los forasteros. La violencia humana ante la irrupción de elementos extraños convirtió el río, con el que iban a competir deportivamente, en una prisión de la que tenían que huir".
La escena más famosa tanto del libro como de la película era cuando los lugareños cogen a un caballero de la gente bien de la ciudad y le practican sexo anal contra su voluntad. John Boorman, no contento con la violación per se, añadió una línea de diálogo que no estaba en la obra original en la que el campesino decía "chilla como un cerdo" mientras penetraba a su víctima. Fue tres cuartos de lo mismo que Perros de paja, novela de Gordon Williams (The Siege of Trencher's Farm) llevada al cine por Sam Peckinpah añadiendo más violencia y también una violación que no estaba en el libro.
El célebre crítico musical Greil Marcus solía decir que había crecido en un hogar muy liberal, donde jamás se hubiera tolerado la más mínima palabra racista sobre los negros, "un hogar muy sensible al fanatismo", decía, lo que aquí conocemos por ultras, pero: "si había un grupo sobre el que de alguna manera recibí el mensaje de que con ellos estaba bien ser intolerante, esos eran los sureños blancos atrasados, la white trash". Un grupo humano al que a principios del siglo pasado se intentó categorizar científicamente como deficientes mentales o genéticamente defectuosos, como relató detalladamente Nicole Rafter en White trash: the eugenic family studies, 1877-1919, aludiendo en muchos casos factores como el de la contraportada de Deliverance, una supuesta endogamia.
Es algo que se ocupó en señalar el Nuevo Cine Americano de los 60 y 70, donde la clase trabajadora era mostrada como individuos reaccionarios, obstáculo firme para la consecución de los derechos civiles. Una actitud que encerraba cierta paradoja, pues estos directores, según apuntó Derek Nystrom en su libro Hard Hats, Rednecks, and Macho men, trataron de eludir las limitaciones de los sindicatos en California yéndose fuera a rodar empleando mano de obra no organizada, precisamente, en el sur de Estados Unidos.
A este lugar común le ocurrió como al de los indios nativos americanos, que pasaron de ser en las películas y literatura prácticamente caníbales sanguinarios a seres de luz, personajes dentro del mito del buen salvaje, como consecuencia de una conciencia que supuraba culpa, tanto por el genocidio y limpieza étnica como por la difusión del estereotipo, incluso a los niños. Del mismo modo, el sureño fanático, racista, violento, alcohólico e ignorante, por supuesto trabajador a tiempo completo, fue sustituido por un buen chico sureño, cándido y noblote, pero en este caso no duró mucho la buena fe.
La conclusión de Nystrom era que el estadounidense eludía siempre las cuestiones económicas para sobreentender que todo el mundo pertenece a una misma clase social monolítica. Un ejemplo de calado son los rodeos que da la filósofa Judit Buttler cuando es preguntada por la gestación subrogada. Habla de que la oposición a ella se basa en nociones tradicionales de la familia, de reproducción, ideas románticas, etc..., etc..., pero no se le ocurre mencionar que la libertad de los que no tienen dinero es muy relativa cuando se refiere al "derecho a decidir qué hacer con su cuerpo" de la mujer. Algo que vale también para la norma más que la excepción en la prostitución.
En los 80, el actor australiano Paul Hogan logró monetizar este tipo de prejuicios. Sabía que los estadounidenses tenían la idea de que los australianos eran tipos que vivían en un medio hostil, habituados a batirse con cocodrilos y serpientes. Él vivía en Sidney, como cualquier otro señor de ciudad de cualquier parte del mundo. De hecho, consideraba que en Sidney se vivía mejor que en Estados Unidos, se disfruta más de la vida, explicaba, porque no hay una sociedad tan competitiva, pero se dijo "si los americanos tienen esa imagen de nosotros, por qué no dársela". En el LA Times declaró directamente: "Siempre supe que los estadounidenses ignoraban abismalmente mi país".
En este sentido, si hay un escenario por el que ha desfilado la personificación de la fértil imaginación estadounidense ese ha sido sin duda el wrestling, la lucha libre local. Un espectáculo en cuya defensa se puede decir que al menos no tiene coartada intelectual. El personaje del tipo Dundee tuvo su versión local con Jake "The Snake" Roberts. Un tipo silencioso, con bigote, natural de los pantanos, que se ha criado entre reptiles y navajazos por la espalda.
"Lo que más miedo le daba a la gente de mi personaje es que nunca sabían qué era lo siguiente que iba a hacer", dijo en entrevistas. Jugaba con el rol de tío impulsivo e impredecible. Finalmente, nunca le dieron un título, aunque fuera uno de los personajes más míticos, pero puede que fuese porque era conocido que era alcohólico y cocainómano. Cualquier desliz moral era malo para el negocio. En el documental Beyond the Mat, de Barry W. Blaustein, decían que el personaje de criminal de los pantanos de Jake se había comido a la persona. Llegó un momento en que si no le conseguían crack, no subía al ring a actuar. Al final, todo él terminó explotado mediáticamente de acuerdo al aludido tópico.
El paradigma en torno a estos estereotipos y las expectativas de verlos confirmados ha sido recientemente la docu-serie Tiger King. Como documental, quizá esté un tanto hinchada en demasiados episodios. Como película de dos horas podría haber sido una auténtica montaña rusa. En cuanto a su contenido, se basa todo en los clichés. Ha llegado a ser definido como "el Juego de Tronos de la White Trash". De tanto agitar el monigote, hay una actitud morbosa ante todo lo que refleja, pero también positiva. Hete ahí el discreto encanto del redneck.
Porque, al margen de otras consideraciones, hay un detalle que desnuda qué efecto quería crear la serie. John Finlay, marido del protagonista, Joe Exotic, llama la atención durante toda la serie por solo tener dos dientes. Tras el estreno, en su cuenta de Facebook puso una foto sonriente con una dentadura perfecta y escribió: "Sí, tengo mis dientes arreglados, los productores del documental de Netflix tenían estos vídeos y fotos, pero decidieron no mostrarlos".