VALÈNCIA. Las hemos visto en Estados Unidos, Costa Rica, Croacia, Argentina, Irlanda o Polonia. Ciudadanas vestidas como las protagonistas de El cuento de la criada, desfilando con sus capas rojas y sus capuchas blancas, en manifestaciones y protestas a favor de los derechos de las mujeres. Para quien no conociera la serie, es decir, la mayoría de la gente, se trataría de una imagen extravagante, aunque posiblemente comprensible, dada su rotundidad icónica. Y una nueva constatación del poder de la ficción: un producto audiovisual ha resultado ser una vía de expresión política en el mundo real, capaz de lanzar un potente e inequívoco mensaje.
Y es que, en realidad, hablamos de una serie exhibida en un canal minoritario de pago como HBO, lo cual significa, sin duda, una audiencia limitada por más que su gran repercusión llame a engaño. De hecho, en el caso español, mucha gente está descubriéndola ahora, un año después de su estreno, al ser emitida por una cadena generalista como Antena 3, mientras a la HBO ha llegado ya su segunda temporada completa.
Pero esta incursión en el mundo real, en las calles de las ciudades y en las protestas sociales y políticas, da la medida de la enorme trascendencia de la serie en unos momentos en los que el discurso feminista está, por fin, centrando la agenda y la atención de políticos y medios de comunicación. Que ahora aparezca una serie de gran calidad (esto es muy importante), capaz de expresar en forma de relato de ficción algunos de los grandes debates acerca de los derechos de las mujeres es signo de los tiempos. Al fin y al cabo, la magnífica novela de Margaret Atwood que adapta se publicó en 1985 y, salvo para un público escogido, tuvo una mínima repercusión, a pesar de su excelencia. Lo que contaba y el tremendo futuro que pintaba era exactamente el mismo que ahora y, sin embargo, es en nuestro presente cuando ha tenido eco. Por cierto que la novela se ha convertido en un fenómeno de ventas a raiz de la serie.
Y es que tal vez era ahora el momento de esta historia de ciencia ficción en la que, en un indeseable mundo futuro cercano, Estados Unidos se ha convertido en Gilead, una república teocrática en la que las mujeres han perdido todos sus derechos, y son sojuzgadas y esclavizadas en función de su capacidad reproductora. Atwood se ha cansado de repetir que nada de lo que aparece en la novela ha sido inventado, que todo lo que describe, por muy terrible que nos parezca, ha existido en algún momento de la historia de la humanidad. Este forma de construir un posible futuro, una distopía, a partir de lo que el pasado ofrece es un punto de partida interesantísimo, que incide en esa idea tan necesaria, y desgraciadamente tan olvidada por más que se reitere, de que quien no conoce su pasado está condenado a repetirlo.
Hemos comentado antes que la serie es excelente y esto es muy importante. Sin la enorme calidad que El cuento de la criada ha demostrado no hubiera tenido una repercusión tan grande. No cabe duda de que su estética cuidadísima y rotunda y su iconicidad, esa capacidad para crear imágenes compactas e inconfundibles, están en la base de la aparición de esas “criadas” en protestas y manifestaciones por todo el mundo. Sus frases se repiten, incluso aunque estén en latín, y ese “nolite te bastardes carborundorum”, algo así como “no dejes que los bastardos te jodan”, se ha convertido en mantra no solo para situaciones que involucran la discriminación y el maltrato a las mujeres.
La primera temporada de la serie, la que adapta el global de la novela, salvo las páginas finales, es impecable en cualquiera de sus aspectos, tanto en su construcción narrativa, en la caracterización física o psicológica de los personajes, en su estética o en la interpretación, brillantísima, no solo en el caso de Elizabeth Moss, ese pedazo de actriz capaz de cualquier cosa. Y como es impecable es incómoda, porque lo que allí se cuenta, ese Gilead inclemente y despiadado, te deja del revés y con el estómago revuelto. La serie duele. De verdad, no epidérmicamente, no como una peli de terror llena de mutilaciones y sangre. Aquí es dolor auténtico, malestar profundo, del que no se te va en mucho rato y del que te obliga a reflexionar, como todos los buenos relatos de ciencia ficción, acerca del presente y de la naturaleza humana.
Pero la segunda temporada... Ay, la segunda temporada. Aunque Margaret Atwood ha participado en ella, ya no hay texto literario detrás y se nota. Estética y técnicamente, con esos interiores como sacados de pinturas de Vermeer, Pieter de Hooch o Rembrandt, sigue siendo intachable. Pero el guion tiene unos cuantos agujeros. Digamos que ha perdido sutileza, que ahora todo se resuelve haciendo chocar opuestos. El melodrama le ha ganado la partida a la distopía y a su carga política, que, obviamente sigue existiendo, pero está como mermada, como un apéndice y no como algo estructural del relato. Tal vez hay demasiados primeros planos de Defred, con expresiones muy obvias y nada sutiles. Tal vez demasiadas idas y vueltas de los personajes sobre sí mismos. Tal vez demasiada truculencia en algunos pasajes. Y, sobre todo, tal vez poca valentía a la hora de tomar decisiones narrativas sobre el destino de los personajes. Aquí, algo más sobre esta cuestión.
Quizá le pesa a la serie, precisamente, su trascendencia, el haberse convertido en símbolo. Es demasiado autoconsciente de su importancia y esto le resta cierta audacia que le hubiera venido muy bien. Hay grandes momentos en la segunda temporada, por supuesto que sí, y algunos arcos narrativos muy notables, especialmente el que se refiere a Serena, que es la gran protagonista. Pero algunas cosas no están suficientemente explicadas o sembradas en la narración. Ojo, SPOILERS.
¿De dónde sale esa rebelión de las esposas? Es uno de los grandes momentos de la temporada, pero hubiera sido estupendo ver crecer esa conciencia en el grupo, alguna conversación de Serena con cualquiera de ellas, algún gesto que anunciase ese malestar. Es comandante Lawrence, tan interesante, aparece ¡en el penúltimo capítulo! Vale que en la tercera temporada será importante, pero esto es un poco trampa, ¿por qué ahora no? ¿Por qué no se deja fluir más tiempo la relación con Emily, que tanto prometía? Y hablando de Emily, qué desaprovechado su personaje, aunque algo menos que el de la tía Lydia. Un flashback de ella, por favor. Dejad a la gran Ann Dowd lucirse, que aquí ha sido una sombra de sí misma. Seguramente también irá para la tercera, pero estos son trucos un poco baratos para una producción con el nivel y la calidad de esta serie. Fin de los spoilers.
En cualquier caso, está claro que El cuento de la criada se ha convertido en algo más que una serie. Cuando surgió era un signo de nuestro tiempo, de algunos de los malestares de nuestra sociedad, pero ahora, además, es un símbolo de las luchas que enfrentan a esos malestares, a esas muchas cosas que quedan por arreglar en la realidad y la vivencia de las mujeres. Seguiremos viendo criadas de rojo y blanco en nuestras calles, seguro.
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