VALÈNCIA. Primer plano de June mirándonos fijamente. Primer plano de June mirándonos enfadada. Primer plano de June mirándonos furiosa. Primer plano de June fulminando con la mirada. Primer plano de June sonriendo aviesamente. Primer plano de June pensando con intensidad. Primer plano de June porque sí. Y, entre mirada a cámara de June y mirada a cámara de June, plano cenital de una ceremonia de las criadas, plano cenital de la ciudad, plano cenital del bosque, plano cenital de la casa, plano cenital de las reuniones de los comandantes, plano cenital de lo que sea. Es lo que tiene la llegada de los drones a los rodajes, que hay que usarlos. Entre medias pasan cosas, no digo que no. Bastantes, de hecho. Pero, básicamente, esto es la tercera temporada de El cuento de la criada: todo gira en torno a June, convertida en mesías o superwoman.
Y no hay quien se lo crea, lamentablemente. A ver, por dejarlo todo claro desde el principio. La temporada tiene escenas excelentes, es entretenida, visualmente a ratos sigue siendo apabullante y está muy bien interpretada. En general, es mejor esta temporada que la segunda, que resultó un poquito desastre, venga a dar vueltas sobre sí misma. El problema es la incoherencia. En estos momentos es inverosímil que, en ese mundo de Gilead, June siga viva y haciendo lo que hace. No es posible. Nop. De ninguna manera.
La verosimilitud de un relato no tiene que ver con la realidad, ni se mide por su relación con ella, sino que es interna, existe en función de la coherencia existente entre lo que se cuenta y el mundo que se ha creado. Por poner un ejemplo fácil. En John Wick, en Misión imposible o en NCIS: Los Ángeles resulta completamente verosímil que un tipo dispare 22 veces su arma mientras hace piruetas en el aire y aterrice en el suelo con la elegancia de una bailarina del Bolshoi, por irreal que esto sea. Sin embargo esto mismo sería completamente inverosímil en The wire, Ley y orden o Line of duty, por más que haya polis, pistolas y delincuentes. Cada relato crea su propia verosimilitud en función de las reglas del mundo que ha creado.
El cuento de la criada la ha hecho saltar por los aires. El motivo principal es que los creadores y productores están fascinados con el personaje de June y con una actriz superdotada, Elizabeth Moss (también productora), capaz de cualquier cosa. Pero su presencia es abrumadora y agotadora. En plan: como me vuelvas a poner un primer plano de June me doy de baja de HBO. El caso es que esta decisión narrativa y de producción está lastrando la serie sin remedio. Y va a más.
Lo de saltarse la verosimilitud ya lo hizo sobradamente en la segunda temporada. Una de las características de Gilead era la permanente sensación de vigilancia, la imposibilidad de comunicarse y expresarse con alguna libertad. Se trata de una dictadura teocéntrica y militarizada, con una organización social estricta e inamovible y normas muy rígidas, cuyo incumplimiento lleva a castigos severísimos, incluida la muerte. La ausencia de libertades y la vigilancia son permanentes e implacables. Las inmensas cofias que llevan las criadas están diseñadas para impedir mirar a los lados o hablar con quien está cerca y, además, hay vigilantes armados por todas partes, ojos que miran y delatan. Todo esto lo entendimos a la perfección en la primera temporada: no se puede dar un paso o decir algo sin que alguien te vigile. De hecho, aun con las cosas terribles que pasaban, eran estas situaciones cotidianas las que generaban gran parte de la angustia y el suspense.
Ya no es así. En la segunda y tercera temporada la vigilancia se da o no se da en función de necesidades del argumento. Es decir, los guardias están ahí, pero como un objeto de atrezo. Y así, en la temporada dos, podíamos ver, entre otras cosas, a Nick y June besándose y abrazándose por toda la casa o a las criadas durante su recorrido a la tienda parándose a charlar tranquilamente en grupo, como si tal cosa. En esta temporada hay mucho más que eso, como el modo en que June va de acá para allá sin mayores problemas o desafía con miradas asesinas a cualquier figura de autoridad que se le ponga por delante. Eso, en los primeros capítulos de la serie, hubiera sido impensable. Por no hablar de otras cosas que no quiero desvelar porque ya estaríamos en el terreno del espoiler inmisericorde.
Y lo que sucede con todo ello es que esa sensación de peligro permanente por hacer algo tan simple como pasear o hablar y que tan bien entendimos en la primera temporada ha desaparecido completamente. Ahora June es una mesías y, como tal, lo puede todo. Sabe más que nadie y le dice a todo el mundo lo que tiene que hacer o no hacer. Sufre, sí, pero sabemos que va a salir indemne y así no hay manera. El mundo de Gilead se adapta sin problemas a los giros de guion. ¿Que necesitamos que la vigilancia le impida moverse para justificar un poco de sufrimiento? Dale. ¿Que ahora hay que verla expresar su dolor en medio de la calle junto a una valla del colegio sin que nadie le diga nada con gente paseando por allí? Sin problemas. No vamos a renunciar a la belleza de ese plano cenital de June como una mancha roja rompiendo la grisura del paisaje. ¿Que pueda pararse en medio del cruce con cara de “mátalos, June, mátalos” sin que nadie se dé cuenta? También, que en este capítulo solo tenemos diez primeros planos de June. Como resumen: ¿Que, según las reglas de Gilead, es imposible que June siga viva o, por lo menos, entera? Sí, hombre, ahora vamos a prescindir de la protagonista. Más June, aunque eso eclipse todo lo demás.
Si haces abstracción de todo ello la temporada resulta entretenida, con secuencias emocionantes y algunos giros de guion majos. Pero es una montaña rusa. En un momento dices: “mira qué bien y qué bonito esto”, y ahí vas, luchando codo a codo con June y las Marthas, pero poco después estás en: “¿en serio? No pretenderás que me crea esto”. La incoherencia afecta a gran parte de los personajes. Desperdicia algunos, como es el caso de Nick, que aparece y desaparece sin ton ni son porque no saben qué hacer con él, o el del comandante Lawrence, al que han querido dotar de ambigüedad pero en realidad sólo resulta incomprensible en sus actos.
Le pesan muchas cosas a la serie. Una de ellas, evidentemente, es el no contar ya con el respaldo de la novela de Margaret Atwood. Aunque la autora aparece como consulting producer suponemos que eso consiste básicamente en cobrar su cheque mirando así por encima los guiones. Otro lastre es el haberse convertido en un símbolo. Esto le ha hecho ser demasiado consciente de su importancia. Le ha llevado a una autocomplacencia que no le sienta nada bien a una serie que debería ser mucho más arriesgada y atreverse a tomar decisiones narrativas dolorosas, pero necesarias. Gilead ya no es lo que era.