VALÈNCIA. Levantar la mirada del móvil, pasar los ojos por las calles como si de párrafos se trataran, evitar pisar un chicle y estar donde pasan las cosas y pasa la vida: la ciudad. Esto —y un buen repaso a la filosofía de Walter Benjamin y otros nombres del lento deambular— se extrae de El arte de leer las calles, el ensayo de Fiona Songel recién publicado por la editorial valenciana Barlin Libros que cuenta con el prólogo de Anacleto Ferrer, Catedrático de Estética y Teoría de las Artes en el Departamento de Filosofía de la Universitat de València.
La autora y librera tras La Primera sale a explorar el concepto de flâneur movida por una obsesión. “A ésta, en particular, le había dedicado muchas horas de lectura. Agradezco la oportunidad de poner en papel lo aprendido”. A lo largo de un centenar de páginas, Songel examina el concepto de la flânerie, la actividad propia del flâneur, ese paseante solitario que al caminar por las grandes ciudades europeas y dar con un ángulo de distanciamiento, puede reflexionar sobre el “el fenómeno de la modernidad desde una perspectiva intelectual y literaria”.
Durante la lectura es inevitable parar a pensar si la flânerie tiene vigencia hoy en día: El callejero hecho papilla que nos brinda Google Maps, el aislamiento acústico en el que nos envolvemos al caminar con los auriculares o hablarle al móvil para enviar un audio de WhatsApp, la aceleración y el multitasking constante, ¿se está perdiendo —o ya se ha perdido— el arte de la observación en el medio urbano? “Sí, pero no irremediablemente. El libro, en parte, es una llamada a la acción. O a la inacción, según se mire. Quiere ser una invitación a una lectura de las calles sin más distracciones que las que éstas tienen que ofrecernos.
Si el ritmo frenético de nuestras vidas, el trabajo, y la necesidad de llegar de A a B economizando al máximo nuestro tiempo nos priva del placer que una flânerie actualizada podría ofrecernos, lo revolucionario es ofrecer una resistencia a esa prisa”.
“Si en la época de Walter Benjamin ya era difícil ‘aprender a perderse’, hoy parece algo titánico. Pero creo que las condiciones para hacerlo siguen dándose, aunque sea necesario desembarazarse de muchos más hábitos aprehendidos que dificultan la tarea”. Fiona cita a Phillip Roth cuando afirma que “las pantallas nos han derrotado” para rebatirlo “el flâneur existe en la ciudad, y su particular punto de vista es algo que los avances tecnológicos no pueden conquistar”.
En el libro encontramos un análisis etimológico del término flâneur. En él se explica que está ligado a la idea de ‘no hacer nada’, pero que en ese suspenso de la actividad surge la creación artística. La inacción nos puede llevar a pensar en que aquí se realiza una defensa burguesa de la pereza perfilada por la extrema ociosidad. Fiona lo puntualiza: “No creo que sea exactamente eso. No identifico la inacción con la pereza, sino con un caldo de cultivo que combina el espacio que requiere la aparición de ideas y el tiempo necesario para desarrollarlas. Pero no olvidemos que ese ‘no hacer nada’ está ligado al privilegio. Pasear sin rumbo, crear, escribir no son tareas compatibles con tener, por decirlo de alguna forma, ‘cosas que hacer’. La inacción es la premisa de la creación, pero no es posible sin un cierto privilegio. El tipo decimonónico —originario— de flâneur es el hombre burgués, doblemente privilegiado”.
La relación entre la creación literaria y visual aparece en numerosas ocasiones dentro de El arte de leer las calles. Fiona, como buena librera, nos recomienda narrativas contemporáneas —y anteriores— para observar a este tipo de creador o creadora: “No hay flânerie sin crítica. Lauren Elkin es uno de los ejemplos contemporáneos que aparece en el libro, pero me gusta mucho Simonetta Agnello. Palermo es mi ciudad o Mi Londres son flâneuserie en estado puro”.
El libro recorre distintas urbes europeas, entre ellas, la emblemática capital de Francia. En el capítulo Recorrer París leemos: “Los shocks que produce el contacto del individuo con la vida en la ciudad moderna” y continuación, que según Charles Baudelaire en la ciudad no hay colectivo sino “sencillamente un conjunto de personas que se encuentran en la ciudad”. ¿Esto es debido a que puede llegar a ser traumático dicho choque, ese ecosistema de individualidades agrupadas en un espacio constreñido? “La multitud es heterogénea y ahí reside su capacidad de acogernos, y de permitir al flâneur ‘estudiarla desde dentro’ sin ser visto. Nadie sobra —nadie destaca—, estando dentro de la multitud. El shock tiene que ver, para Baudelaire, con un choque de temporalidades. La heroicidad del flâneur consiste en integrarse en esa multitud pese a su ritmo frenético”.
En uno de los últimos capítulos del ensayo, la autora realiza un acercamiento a la flâneuse, el femenino de flâneur, una figura que acarrea no pocas digresiones. “Quienes defienden, como lo hace la crítica Janet Wolff, que la flâneuse no existió, se apoyan en el hecho de que el término y su definición se codificaron en un contexto en el que las condiciones de la mujer en el ámbito social no le permitían comportarse como un flâneur”, leemos al inicio del capítulo.
¿La mirada de la flâneuse es una reivindicación feminista de la urbe? ¿En qué se diferencia de la de su homólogo masculino? “Lo es en dos planos distintos. En el de la práctica de la flânerie en sí misma la mujer es reivindicativa porque lucha por conquistar espacios físicos históricamente habitados por hombres. En el libro hablo de ‘fronteras invisibles’ que las mujeres no podían cruzar en la época, y de cómo esforzarse por desdibujarlas constituía un acto revolucionario y por desgracia peligroso, como escribió Sylvia Plath en su diario. Por otro lado, cuando hablamos de la creación literaria asociada a ese paseo que caracteriza al tipo del flâneur, por cuestiones de contexto histórico no es sencillo encontrar una homóloga a Hessel, por ejemplo. En este aspecto, ser flâneuse hoy y escribir sobre ello —o buscar a esas homólogas y escribir sobre ellas— es reclamar nuestro lugar en la historia y es, por tanto, un acto reivindicativo”.
“En cuanto a su relación con su homólogo masculino, el problema es otro. Para practicar la flânerie es imprescindible ser invisible al resto. En ese sentido, no se trata de buscar diferencias, ya que el flâneur impide la existencia misma de la flâneuse en cuanto hace constantemente visible a la mujer, observándola y escribiendo sobre ella, arrebatándole esa característica de incógnito que necesita para dedicarse a la práctica”.
Este pequeño ensayo se asemeja a una ciudad de interior en la que hay capas y capas de la cultura que han depositado distintas civilizaciones. Su extensión es reducida, pero la carga de contenido es elevada. Conviene pues, pasearla con calma analizando cada uno de barrios.
Durante la lectura es inevitable subrayar algunos pasajes, como el que nos invita a celebrar “la maravillosa existencia cotidiana”. Songel lo refrenda: “Fuera de contexto parece una afirmación ingenua, pero sí considero que las calles albergan un mayor número de maravillas si intentamos leerlas à la flâneuse que escuchando un audio interminable mientras una máquina te dice que gires a la izquierda. Aunque sólo sea por el placer del ejercicio, o en memoria de Benjamin”.