Las posibilidades de que una escritora boliviana sea conocida en Panamá son remotas, a menos que medie Seix Barral, Tusquets, Random House o Anagrama. Qué cosas
VALÈNCIA. Cuando en 2015 el Ministerio de Cultura anunció que el Premio Cervantes de ese año recaía en Fernando del Paso, muchos enamorados de la literatura acudimos en masa a Wikipedia y a Google para que nos sacara del aturdimiento y el desconcierto. No sabíamos nada del escritor mexicano, apenas se había publicado en España y sonaba muy poco entre los “históricos” de la literatura latinoamericana.
De México estábamos cumplidos con Juan Rulfo, Elena Poniatowska, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Rosario Castellanos o José Emilio Pacheco. E incluso los más puestos aludían con aires de modernidad a Juan Villoro, Jorge Volpi, Sergio Pitol, Elena Garro o Mario Bellatín con su escritura ortopédica, esquizofrénica e inquietante. Salón de belleza, por ejemplo, cuenta la historia de un moridero adonde la gente llega a vivir los últimos compases de la vida, y la existencia se pudre y se apaga. Y nada tiene sentido. Como la vida misma, en efecto.
¿Galardonar a un escritor mexicano que apenas conocíamos? No hablo (solo) de mi ignorancia. Hablo de los panegíricos y publirreportajes que por entonces publicaron los medios generalistas para cumplir con la actualidad y parecer a la altura de las circunstancias. Palinuro de México, José Trigo y Noticias de un imperio eran sus obras cumbre. Pero lo cierto es que había sido un escritor dado de lado en nuestro país, con escasa repercusión, escasa atención y escaso conocimiento.
Estábamos acostumbrados a descubir América cada tanto, en una operación empresarial, administrativa y religiosa (que son tres conceptos en uno, como la Trinidad) que se repite con cierta frecuencia e intensidad desde finales del siglo XV. Quizás el más alto estado de la literatura en español del siglo XX reunió a cuatro gigantes (Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa) en torno a una editora inmensa, Carmen Balcells.
Se dice (se repite más bien) que el boom latinoamericano fue un invento catalán. Más bien barcelonés. En cierto modo lo que se expresa con escondida naturalidad es que el centro neurálgico de la literatura en español sigue siendo España, un país menor en términos demográficos dentro del mundo del hispanismo, pero dominante en términos de política cultural con respecto a los territorios de ultramar.
¿A qué viene si no ese intento por tildar a una nueva generación de escritores como el nuevo “boom latinoamericano”? ¿Cuántas veces debemos escribirlo para desterrarlo por completo? Porque la idea que subyace al concepto de “boom” es que sirva de envase con el que presentamos América Latina, fundamentalmente para ser digerida, leída, entendida y consumida desde Europa. O su equivalente Estados Unidos.
Las posibilidades de que una escritora boliviana sea conocida en Panamá son remotas, a menos que medie Seix Barral, Tusquets, Random House o Anagrama. Qué cosas.
Durante la última edición del Hay Festival en Cartagena de Indias, el evento literario que da a conocer a las jóvenes promesas (o no tan jóvenes, o no tan promesas, a veces) del continente, se presentaron 39 voces representativas de la nueva literatura latinoamericana. Nueva literatura. Nueva generación. Nuevos aires peruanos, cubanos o ecuatorianos, etcétera.
Solo 39. Sin embargo, hay mucho talento que escribe al ritmo de una llamada en espera, encerrado en su país diminuto, con fronteras férreas tan solo penetradas por grandes corporaciones.
Pedro Mairal escribió una novela estupenda que retrataba el amor en los tiempos del corralito, La uruguaya. Los viajes entre Buenos Aires y Montevideo para recibir divisas, la crisis permanente del filo de los 2000, el amor y desamor. Publicada en Argentina tiempo atrás, el autor se internacionalizó a través de Libros del Asteroide.
Pero ocurrió también con Elsa Osorio, galardonada como “Chevalier de L`ordre des arts et des lettres” por el Ministerio de Cultura de Francia. Su novela Mika Etchebéhère, publicada bajo el sello Seix Barral en Argentina, llegó a España de la mano de Siruela con el título cambiado, La Capitana. Y nos trajo la extraordinaria historia de la mujer llegó a dirigir una columna (quizás la que alcanzó mayor rango militar) durante la guerra civil española. Argentina, libertaria y escritora. Publicó sus memorias sobre la guerra gracias a la intermediación de Julio Cortázar, quien leyó conmovido su historia y se empeño en que la sacara a la luz.
Es una práctica habitual: las fuertes editoriales españolas mantienen vivo un ecosistema propio en países de América Latina. Por ejemplo, el maravilloso Pedro Lemebel apenas tenía ediciones en España, y sin embargo, fue uno de los escritores más interesantes, más polémicos y más admirados del continente. Su defensa de las lentejuelas de lo camp, de las plumas maricas y su estetización y dignificación del mundo del SIDA, son de un atrevimiento impensable en el establishment español.
Porque existe un atrevimiento, un oxígeno y un ruido magnífico a la otra orilla del Atlántico, que ha decidido militar en la literatura propia, y cuyos aires vendrían muy bien a la veneración realista que se sigue practicando en España.
La más loca del sur podría ser Gabriela Cabezón Cámara. Con La Virgen cabeza (Eterna Cadencia, 2009) relató cómo Cleopatra y Qüity, dos villeras del Gran Buenos Aires, pensaban emancipar a los niños de las calles gracias a la intervención de una Virgen cabeza. O una cabeza Virgen. La mezcla de cumbia villera, cámaras de televisión, travestis y prostitutas, proyectos para dar de comer a la población indigente como llenar de carpas un estanque, la mezcla del inglés y del español que utilizan sus personajes, el erotismo canalla o su capacidad para recrear el lenguaje oral de las villas miseria la han convertido en un referente peligroso.
Con su última novela, Las aventuras de la China Iron (Literatura Random House, Argentina) pretende reconstruir el relato fundacional de la patria argentina, el gaucho Martín Fierro (inauguruador de la historia literaria del país) subvirtiendo los roles de género. Así, la mujer del gaucho decide abandonarlo, a él por violento, y a su hijo por ser una carga para su libertad, y subirse a una carreta guiada por una inglesa que va en busca de sus posesiones en La Pampa. No solo se convertirá la China Iron en un hombre y mantendrá un romance con la inglesa, sino que erotizará a todo un batallón de soldados, con la posterior reyerta al descubrirse el hechizo, y a una tribu de indios. Y acabará redescubriendo a su marido, autor de los versos del Martín Fierro, enamorado de un hombre y declarándose gay, libre y poeta.
Tal y como se están poniendo las cosas en España, donde multamos con 410 euros a un chico que realiza un montaje con su cara y una escultura de Jesucristo, no sé cómo podrían sentar las historias queer de los padres de la patria. Esperaremos a ver quién dice que Fernando VII era maricón y que la inquisición era, en realidad, la excusa Real para practicar el sado-maso como forma de expiación. Ay...
Charcos en los que no nos meteremos: por ejemplo, la memoria histórica. Lo más audaz que se ha producido ha sido recuperar historias que 40 años de franquismo habían borrado de las paredes, o cubierto con los nombres de los “caídos”. Lo más audaz y lo más necesario, en mi opinión. Lo más cuñado, en cambio, la crítica común que circula de Esperanza Aguirre a Andrés Trapiello, ha sido que se ha “mercantilizado” el asunto de la memoria y que las asociaciones por su recuperación han emergido al calor de las subvenciones. Una imbecilidad neocon más. O neolib, vete tú a saber.
Mariana Eva Pérez publicó Diario de una princesa montonera (Capital Intelectual, Buenos Aires, 2012; Marbot Barcelona, 2016) en la que satirizaba el movimiento de hijos de desaparecidos en el seno de la sociedad argentina. Convertía una foto con Néstor Kirchner en una postal kitsch, y se burlaba de la retórica de las asociaciones memorialísticas, de las abuelas de Plaza de Mayo y de los juicios a los oficiales. La diferencia con nuestros respectivos es que ella sí participa y defiende la labor de memoria, y que es hija de desaparecidos. Pero eso es precisamente el resorte para construir una literatura libre, por encima de las buenas intenciones y de la sociedad bienpensante.
Selva Almada es otro de los nombres que empiezan a sonar en España por méritos propios. Sorprendió en Argentina con El viento que arrasa (Mardulce Editora, 2012) y se consolidó con Ladrilleros (Mardulce Editora, 2013; Lumen, Barcelona, 2014), una historia sobre el aprendizaje de la violencia entre adolescentes en el mundo rural argentino, que se ve arrastrada hacia la crueldad cuando uno de esos adolescentes descubre su homosexualidad. Con Chicas muertas (Literatura Random House Argentina 2014, España 2015) entrelazó historias de acoso, de violaciones, de desapariciones y asesinatos a jóvenes argentinas. “Ser mujer y estar viva es una cuestión de suerte”, decía en una entrevista en Chile. Una no ficción dolorosa, perfecta a nivel narrativo, que contribuyó a potenciar el movimiento feminista “Ni una menos”.El movimiento que posteriormente se proyectó a nivel internacional.
En definitiva, existe una literatura ingente, riquísima, que es más libre cuanto más loca, y más interesante cuanto más perversa. En España aún filtramos con cuentagotas un caudal de letras americanas que caerían como una avalancha sobre las estanterías de las bibliotecas y librerías. Una extraordinaria avalancha.