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crisis del coronavirus

Efectos de una pandemia: letras de una ciudad que se convirtió en una casa pequeña

De cómo la idea de ciudad se ha transformado y la urbe pasa a ser una interpretación propia

21/03/2020 - 

MURCIA. Uno de los impactos más asombrosos de este momento, con aroma a traspaso de un tiempo, es asomarse a la transformación de la ciudad en un páramo extraño. Asistir, desde la mirilla, a un cambio de estado. Como si la ciudad de repente, de sólida a gaseosa, cupiera por el cuello de una botella y pasara a ser sin estar, a ocupar la intimidad, desvalida de su antigua función, de sus antiguos usos, de su vieja representatividad. Las plazas, hoy son balcones. Una ciudad encerrada en el propio cuerpo. 

Escribe Deyan Sudjic en El lenguaje de las ciudades que las “calles congestionadas, llenas de gente, se convierten en multitud solo cuando esas personas son conscientes de ello”. ¿Pero en qué se convierten cuando una multitud de personas son conscientes de no poder ocupar sus calles?

Los libros y los afiches que tengo en casa están desordenados por ciudades. Por las ciudades por donde transcurren. Por las ciudades donde los he leído. Por eso ante el confinamiento, el mayor rellano, el zaguán definitivo, está siendo la incursión en autopistas de páginas abandonadas. 

En la habitación, el armario a la derecha esconde unos arrabales secretos que acercan al París de 14 de julioÉricVuillard advierte de lo que ocurre cuando la ciudad se zafa de sus propias coordenadas:“Nada que hacer. La ciudad sale de sí misma, se extasía, se vomita, exhibe sus relieves; Belville y Montmartre forman parte ya de París (...) Más les valdría a esos geógrafos esperar un poquito a que acabe de estirarse para retratarla. Pero no, quieren reproducirla en vivo y depositarla al punto en su lecho de muerte. La ciudad no lo consiente”. A la ciudad, estos días de pandemia, le sobreviene el efecto contrario y parece encogerse hasta desaparecer de los planos, absorbida por el sorbo de millares y millares de hogares. 

Foto: Gabriele Basilico

Justo en el baño, al lado de la repisa, se abre una callejón que desemboca en el Estambul de Orhan Pamuk. En la apertura del segundo capítulo, Pamuk escribe sobre cómo los acontecimientos más trascendentes suelen pasar tan desapercibidos ante el tumulto banal de la rutina: “¿Se han dado cuenta de que las aguas se están retirando del Bósforo? No lo creo. En estos días en que nos matamos unos a otros con la alegría y el entusiasmo de un niño que va a una feria, ¿quién de nosotros lee nada y se entera de lo que ocurre en el mundo? (...) Yo he leído la noticia en una revista francesa de geología. El mar Negro se calienta y el Mediterráneo se enfría. Por esa razón, las aguas han comenzado a filtrarse en las inmensas cavernas que se forman al estirarse y combarse el fondo de las plataformas marítimas”. Lo sabíamos todo, pero no nos estábamos enterando de nada. 

Las profecías sobre el tiempo en futuro se han ahogado en sí mismas. ¿Dónde queda todo aquello que justo hace una semana imaginábamos, dónde todo lo que planificamos? ¿Cómo descifrar el próximo mes? Pamuk recuerda cuando Flaubert llegó a Estambul: “Escribió en una carta que creía que Constantinopla sería la capital del mundo cien años más tarde. (...) Aquella profecía se cumplió justo al revés. Cuando nací, Estambul vivía los días más débiles, pobres, aislados y alejados del mundo de sus dos mil años de historia”. 

Suena el timbre y sobre el felpudo de casa han dejado una cita de Manuel Vicent: “Tendida a lo largo de la bahía, Niza era ya una ciudad pasada de moda (...) que se había convertido en un reino de abuelitas de cabello azul y de viejos muy bronceados, todos deambulando por el paseo de los Ingleses tirados por un caniche hacia el más allá”, escribió en El País el último agosto. La ciudad tiene la forma de nuestro rictus. 

Huele a quemado. En el horno tengo gratinando a M. El hijo del siglo, donde Antonio Scurati enciende la conversión de una ciudad en sigilosa angustia: “Hoy todo está en silencio. Milán contiene el aliento. Desde medianoche, los tranviarios y los equipos nocturnos de gasistas no han reanudado su trabajo. Ninguna de las líneas al norte del centro de la población funciona. Los servicios públicos han quedado suspendidos. (...) Todas las tiendas, los locales de corso Vittorio Emanuele, de piazza del Duomo, de la Galería, están cerrados. Al igual que en cada distrito de la ciudad, todo cerrado. Los bancos están vigilados por la fuerza pública o por el ejército, pero están cerrados. Las oficinas municipales están cerradas. (...) Desde hace cuarenta y ocho horas, Milán vive una ininterrumpida vigilia de armas. Cuesta hasta respirar”. 

Foto: Gabriele Basilico

Junto al mueble de la entrada, al dejar las llaves que ya no abren, Sudjic ha vuelto con El lenguaje de las ciudades. Una ciudad sin multitud está en las garras del miedo, de un tipo u otro. En Leptis Magna, la antigua ciudad portuaria romana de la costa libanesa que fue abandonada desde el siglo VII, son visibles todavía los profundos surcos abiertos en los muros de piedra del malecón (...). No hace falta ningún toque de queda (el acto más antiurbano concebible, aparte de la destrucción física de una ciudad y su gente) para vaciar las calles. El miedo ya lo consigue bastante bien. Tememos ver cambiar las ciudades de tal modo que nos arrebaten el recuerdo de quiénes fuimos nosotros (...) Sin la posibilidad de una multitud,una ciudad está incompleta”.

Desde la bañera, colándose una ligera brisa trasera, irrumpen por la tarde algunos comentarios escritos por ciudadanas repicando al unísono: “Huele a mar. En mitad de la avenida Blasco Ibáñez de València huele a mar. Huele a mar. A casi dos kilómetro de la playa. Nunca ha olido a mar”. La ciudad ha pasado a ser una interpretación propia.

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