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NUEVA CONEXIÓN CON VALÈNCIA

Diez imágenes para descubrir el Burning Man a través de la mirada de un fotógrafo valenciano

La directora del festival Intramurs, Salvia Ferrer, y el fotógrafo Juan Pablo Beltrán asistieron este verano al masivo encuentro neohippie del desierto de Nevada, hermanado conceptual y formalmente con las Fallas. Una colección de fotografías artísticas en blanco y negro y color han quedado como testimonio de la experiencia

28/09/2017 - 

VALÈNCIA. Un Papa Noel sirviendo bebidas tras la barra de un salón western; un lavadero de cabezas altruista en mitad del desierto; una rave de música electrónica dentro de un avión Jumbo varado en la arena; un concierto sinfónico alrededor de un árbol luminiscente. Coches reconvertidos en come-cocos, trajes espaciales, catedrales del trance vestidas de neón... Hablamos, claro está, del Burning Man, ese encuentro que no es un festival, tampoco es exactamente una fiesta, y ni siquiera podríamos clasificarlo como feria expositiva. Es una especie de “todo y nada a la vez” que estéticamente engloba todas las versiones posibles de Mad Max, desde la más dadaísta hasta la más circense. Dicen que es la experiencia comunal más grande de cuantas se organizan en el mundo –a ella asisten unas 80.000 personas aproximadamente-, y al mismo tiempo es un negocio de proporciones igualmente gigantescas –las entradas superan los 400 dólares y se agotan a la velocidad del rayo-.

“Creo que el Burning Man demuestra que un mundo mejor es posible. Es toda una experiencia vivir en esa comunidad, donde la única manera de participar es a través de tu generosidad y tu capacidad de dar, y donde el único lenguaje es el arte. Para mí es el paraíso”. Son algunas de las reflexiones a las que ha llegado Salvia Ferrer, directora de Intramurs, después de asistir a la última edición del encuentro norteamericano, celebrado del 27 de agosto al 4 de septiembre en el desierto de Nevada. La gestora cultural valenciana acudió a la cita acompañada de Juan Pablo Beltrán (Jeipi), uno de los fotógrafos participantes en la tercera edición de Intramurs. Su presencia allí, invitados por los organizadores del Burning Man -a los que conocieron durante su visita a las Fallas de 2017- supone un paso más en el creciente hermanamiento de las fiestas patronales valencianas y este festival neohippie, que se encuentra precisamente en un momento de expansión de su proyecto, buscando nuevas alianzas en otras latitudes del mundo. 

Fotos: JUAN PABLO BELTRÁN

Una colección con cientos de fotografías atestiguan el viaje de Ferrer y Jeipi a la célebre Black Rock City, la efímera ciudad-campamento con forma de semicírculo que cada año se construye en torno a una pieza fundamental: una enorme escultura de madera antropomórfica que se quema la noche del sábado, en un ritual muy similar al de la cremà (aunque quizás simbólicamente más próximo al de la película de culto El Hombre de Mimbre de 1973). CulturPlaza ha tenido acceso a algunas de estas instantáneas, que probablemente formarán parte de una exposición en el futuro. Una de ellas pone la atención en un lema: If ur not on the maps, do you exist? (Si no apareces en el mapa, ¿existes?). “En el Burning Man olvidas el pasado, ignoras el futuro y vives únicamente el presente. Durante unos días, no existe Facebook ni apps, y tu GPS no funciona”, nos cuenta el autor de la fotografía.

Campamento base con Carros de Foc

Jeipi relata cómo esta experiencia comienza mucho antes de entrar. Aun adelantándose un día al inicio del festival, el acceso a Black Rock City remite a una caravana (alucinógena) de tuaregs. Cerca de cinco horas avanzando lentamente junto a otros coches, camiones y tráilers, que no solo transportan piezas artísticas y estructuras imposibles que después deben armar, sino todo tipo de elementos de mobiliario y medios de transporte (coches, motos, bicicletas) que utilizarán para deambular entre las miles de “calles” a lo largo de las cuales se alienan los campamentos. En gran medida, el juego consiste en perderse; lo que resulta enormemente fácil, sobre todo si no llevas puestas unas gafas de ventisca para defenderte de las constantes tormentas de arena que se levantan en este inhóspito paraje. 

Por supuesto, uno llega allí con todo aquello que necesita para autoabastecerse. El agua es el bien más preciado, y hay que gestionarlo con sentido común para que permita ducharse, cocinar, lavar e hidratarse durante toda la semana. La complejidad de la logística explica por qué los campamentos están formados por grupos más o menos numerosos de personas, que así comparten gastos y optimizan recursos. Jeipi y Ferrer vivieron la experiencia junto a la compañía alicantina de teatro urbano Carros de Foc, que participaba en el festival con el espectáculo Eutherpe, protagonizado por una marioneta gigante. 

Fotos: JUAN PABLO BELTRÁN

En los festivales al uso, el centro de gravedad está en los escenarios por los que desfilan los artistas. La intervención del público se limita a cantar y bailar, por así decirlo. En el Burning Man, la cosa va de deambular sin parar por el desierto, movidos por un frenesí de descubrimiento que es imposible de colmar. “Es imposible verlo y oírlo todo, aunque te pases toda la semana sin parar de moverte. Vas de una parte a otra conociendo a gente constantemente, pasando de un hilo musical a otro -comenta el fotógrafo-. En unos sitios te ofrecen ostras; en otro te invitan a sentarte sobre una alfombra y beber té o bloody mary. Yo regalaba free kisses (besos gratuitos) a quien me dejara retratarle”. 

Es una fiesta para cualquier amante de la fotografía, y no solo por los personajazos. Tormentas de arena que tamizan la atmósfera; luces y colores cambiantes, y días de sol abrasador (entre 40 y 45 grados de temperatura), seguidos de noches realmente frías. Paradójicamente, en opinión de Jeipi una de las mayores carencias del festival –en cuya selección artística destacan sobre todo los espectáculos escénicos y las perfomances- es la ausencia de exposiciones de fotografía y piezas de arte plástico de envergadura. “Los organizadores del festival quieren subir el nivel en esos campos. Están interesados en el intercambio de artistas con Intramurs porque les encantó las muestras de arte urbano que descubrieron en su visita a València”. De hecho, confirma Salvia, se está empezando a trabajar para seleccionar a uno o varios artistas de Intramurs para que viaje con beca a Nevada en 2018. Una colaboración similar a la que permitió la plantà de la falla Renaixement en Burning Man este año.

¿Festival para millonarios?

 Se dice que Black Rock City es una ciudad sin gobierno, en la que rigen los principios básicos del obsequio o el trueque (el intercambio de dinero está limitado prácticamente a la adquisición de la entrada y al hielo), la obligación de no generar ni un miligramo de basura (leaving no trace) y la adhesión al proyecto común de autoexpresión artística y respeto a los demás. Sin embargo, cuenta Jeipi, si por algo se caracteriza el Burning Man, más allá de las excentricidades y el culto a la “autosuficiencia radical”, es su “impresionante” organización. A este orden dentro del aparente caos contribuye también la conciencia de que entre tanto friki hay mucho policía secreta. “Esto en definitiva es un business, como cualquier otro festival”. 

Efectivamente, el Burning Man es una máquina de hacer dinero. Y también es un polo de atracción para gente que tiene mucho -pero que mucho- dinero. “Camuflados” entre las decenas de miles de participantes hay millonarios célebres y anónimos, la mayoría procedentes de empresas tecnológicas radicadas en Silicon Valley y Palo Alto. Aterrizan en el desierto en su jet privado y se rodean de todo tipo de comodidades, desde aire acondicionado hasta chef privado y asistentes. Nada de iglús y jaimas de tres al cuarto. 

Fotos: JUAN PABLO BELTRÁN

La presencia de este tipo de “burners” -que pueden llegar a pagar por su estancia 25.000 dólares- lleva años siendo criticada. Cierto sector aduce que se está desvirtuando la esencia de este encuentro, cuyo origen está en una serie de fiestas neohippies organizadas en una playa de San Francisco a mediados de los años ochenta. “Yo pienso justamente lo contrario –apunta Jeipi-. Lo bueno del Burning Man es que todo el mundo se codea con todo el mundo sin hablar necesariamente de a qué te dedicas o cuánto dinero tienes. Yo estuve conviviendo y cocinando una tortilla de patatas para Emilio R. Aramendia, y no me enteré hasta el último día de que había trabajado en películas como Matrix”.

“El Burning man es lo más elitista que he visto en mi vida –comenta Salvia Ferrer-, en el sentido de que todo el mundo que se desplaza hasta allí, en unas condiciones muy extremas, está trabajando todo el año en ese sueño. En ese carísimo sueño. No todo el mundo podría estar allí”.

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