Antes de escribir hay que conocer el terreno que se pisa. Si escribes para contentar a la mayoría, arrancarás el aplauso fácil e incluso te darán algún premio oficial. Hoy los asuntos que complacen son, entre otros, la memoria histórica, el feminismo y la defensa de las innumerables minorías. Por supuesto, no tengo interés en ninguno de ellos. Así me va
¿Dónde está el público? ¿A qué lectores me dirijo? ¿Lo que escribo tiene algún interés o es mera palabrería? ¿Acierto en la forma? ¿Tengo, en definitiva, un estilo? Me hago estas preguntas mientras redacto estas líneas en la cama una de las primeras noches de noviembre. Tengo los pies fríos. Soy otro pobre energético, hábilmente manipulado por la pareja formada por Pablo e Irene. Antes de que el general invierno se echase encima, tirité por última vez cuando vi la factura de la luz. Fue en septiembre. Aprendida la lección con el aire acondicionado, no quiero que me vuelva a pasar con la calefacción. Por eso tengo los pies helados, por muchos calcetines que lleve puestos.
Lo de escribir en un periódico es más prosaico de lo que se imagina. Un hombre en pijama redacta un artículo con los pies helados como chuzos. Ese soy yo. Nada hay destacable ni extraordinario en este hecho. Pero así se escriben columnas de opinión y así, a veces, se hace la historia.
No tengo claro quiénes son mis lectores ni cuántos son. Por extraño que parezca, nunca he sentido curiosidad por ello. Sé, sin embargo, que en cada época se debe escribir de una manera para tener éxito. El texto ha de contemplar el contexto. Si hoy fuera 5 de noviembre de 1947 me explayaría elogiando la figura del Caudillo, sólo comparable con la de José Antonio Primo de Rivera, y arremetería contra los comunistas (¡Rusia es culpable!) y las democracias liberales y plutocráticas. Lo publicaría en el diario Arriba arrancando los aplausos de mis conmilitones falangistas.
Si hoy fuera 5 de noviembre de 1986 escribiría en el diario de los progresistas —hoy de capa caída— un artículo laudatorio sobre el genio político de Felipe González, renovador de la socialdemocracia española y, si me apuras, de la occidental. Meses antes me hubiera posicionado a favor de la entrada en la OTAN, entonces llamada Alianza Atlántica, y hubiera aprovechado la más mínima oportunidad para recordar el pasado franquista del jefe de la oposición, el señor Fraga Iribarne.
Y si hoy fuera 5 de noviembre de 2018 sé muy bien qué debería escribir para conectar con el pensamiento único de la mayoría de los que tienen menos de cuarenta años. Si deseo sus elogios y sus like y aspiro a que me den el Premio Nacional de Narrativa, escribiré un artículo mensual sobre la memoria histórica. Sí todavía me queda tiempo, pergeñaré una novelita sobre la posguerra española en la que desde la primera página quedará claro quiénes son los buenos y quiénes son los muy malos.
Pero hay otras alternativas para triunfar en el periodismo moderno, por ejemplo, si me pongo del lado de las causas de todas las minorías que, al ser tantas, se han convertido en una tiránica minoría que intenta imponer, y a menudo lo consigue, sus caprichos y arbitrariedades a los que no formamos parte de ella.
Ni que decir tiene que habrá que escribir un artículo de queja y denuncia por la escasa presencia de las mujeres en los consejos de administración de las empresas cotizadas, con un discreto halago a Ana Patricia Botín, y de paso criticar a los carcas de la RAE por su escasa predisposición a abrazar el lenguaje inclusivo.
Con ardor y ciertos visos de intolerancia defenderé los derechos de los animales (¿para cuándo el Partido Animalista en el Congreso?), la conveniencia de no comer carne y convertirse en vegano y la defensa inflexible de la prohibición de las corridas de toros pero no así de los miles de festejos populares en que se tortura a estos animales con más eficacia y desvergüenza.
Cada lunes acudo con el cuchillo entre los dientes en busca de un nuevo lector despistado. Si se lo robo a la competencia, me llevo una alegría doble
Y, por último, si quiero pasar por un fino analista político, ese que combina la equidistancia con el inteligente equilibrio en sus interpretaciones de la actualidad, algo así como un Iñaki Gabilondo versión 3.0, he de escribir en favor de la Cofradía del Santo Diálogo y sacarla a pasear en cada uno de mis artículos. Diálogo, flexibilidad y altura de miras se requieren para negociar una salida al conflicto catalán, añadiré. Habrá también que demostrar generosidad con los presos independentistas, a los que nunca se les calificará como golpistas, que es lo que en realidad son. Sin cuestionar la independencia del poder judicial, insinuaré de manera sibilina que una condena leve para ellos estaría justificada en aras de la cohesión territorial y, si no fuera así, argumentaría a favor de un indulto colectivo.
Podría seguir enumerando asuntos sobre los que me convendría opinar de una manera determinada para ganarme el respeto de los mandarines de la cultura, el pensamiento y la televisión, esos intelectuales orgánicos que siguen siendo, en su mayoría, de la izquierda reaccionaria. Pero no lo haré porque no creo en la memoria histórica, ni en la adulación permanente a las minorías, ni en la totalitaria ideología de género, ni en el cambalache que se está urdiendo para buscar una salida a los golpistas catalanes. Y como no creo en ello, escribo estas bagatelas que sólo pretenden entretener a los lectores durante dos minutos ya que no puedo aspirar a empresas mayores porque carezco, por ahora, del talento de un Camba, un Pla o un Ruano.
Por suerte, en este diario me dan la oportunidad de equivocarme todas las semanas con libertad. Saben que cada lunes acudo con el cuchillo entre los dientes o con la faca en la liga, según me dé, en busca de nuevo lector despistado. Si se lo robo a la competencia, me llevo una doble alegría. Eso me compensa de seguir teniendo los pies fríos mientras imagino el mejor final para un artículo que en un par de días habré olvidado.
La Real Academia Española (RAE) se ahoga en sus deudas. El Estado, que debería salir en su rescate, se conforma con darle unas migajas. El anterior Gobierno ‘patriota’ del PP le congeló la asignación presupuestaria. La institución garante de la unidad del español está en aprietos, prueba evidente de que la cultura es un asunto menor para nuestros políticos
Son una plaga. Allá donde vayas te los encuentras con su monserga del lenguaje inclusivo. Hombres y mujeres sin distinción, siguiendo el catecismo laico de lo políticamente correcto, te dan la tabarra desdoblando el género de las palabras hasta caer en el ridículo. El Gobierno presiona a la RAE para que dé carta de naturaleza a este desatino. Esperemos que los académicos se mantengan en su sitio