ALICANTE. Mi abuelo me pidió que lo matara, que lo asfixiase con la almohada. No es el comienzo de una novela. Es una historia real que me contó un amigo. Con casi 100 años, su abuelo había perdido el juicio y solamente en momentos puntuales lo recuperaba. Entonces miraba a su alrededor -él, un hombre fuerte e independiente que jamás quiso molestar, que vivió solo hasta más allá de los noventa- y se veía a sí mismo impedido, con pañales, incapaz la mayoría del tiempo de saber ni dónde estaba e incluso de reconocer a sus familiares. No es extraño que en un momento de lucidez quisiese acabar con todo aquello y le pidiese a su nieto un favor que él, como pueden imaginar, no pudo cumplir.
Hemos conseguido uno de los sueños de la humanidad: alargar la vida. Pero, ¿a costa de qué? ¿Es esto una competición a ver quién dura más años? ¿No es absurdo vivir mucho tiempo si no se hace con un mínimo de calidad? Yo, personalmente, no quiero seguir existiendo con alzheimer o demencia senil, por ejemplo. No quiero seguir existiendo cuando no sea capaz de razonar o de reconocer a mi familia.
¿Por qué una ley me impide morir tranquilo y sin sufrimiento antes de que sea tarde?
Cuento esto porque el Congreso debatirá sobre la despenalización de la eutanasia gracias a una proposición de ley presentada por el Parlament de Catalunya para modificar el Código Penal. Por supuesto, la Iglesia se opone y el PP ha votado en contra. El PP cree en la libertad de mercado pero no en la libertad de que cada uno haga con su cuerpo lo que le dé la gana. Porque el cuerpo es un regalo de Dios e iremos al infierno o no sé qué.
Dejadme elegir mi infierno y vosotros elegid el vuestro. ¿Es tanto pedir?
Yo no me meteré con vosotros si queréis mantener vuestro cuerpo vivo a pesar del sufrimiento, el olvido o la pérdida del juicio. Incluso me manifestaré si alguien quiere quitaros ese derecho. Pero dejadnos en paz a los que creen que el infierno es justamente sentirte atrapado en tu propio cuerpo y no poder escapar porque las leyes no me dejan ser libre para elegir mi final.
Voy a contar otra historia menos impactante que la de mi amigo, pero que explica bien adónde quiero llegar al final:
En el instituto donde trabajo hay un profesor que se opone categóricamente a cualquier cambio que se proponga. Critica las excursiones –si quieren ir al teatro o al campo que vayan con su padre- critica el uso de las nuevas tecnologías –esas tonterías no sirven para nada- e incluso los actos del día de la mujer -¿si no hay día del hombre porqué hay día de la mujer? Según él la educación ha de ser lo que siempre ha sido: pizarra y memorización. Y si no funciona, la culpa es de los alumnos, que ya no están hechos de la misma pasta que antes. ¡En mis tiempos funcionaba bien!
Exacto, en sus tiempos.
En fin, saben a qué me refiero. Seguro que conocen a muchas personas que en algún momento de su vida dejaron de aportar ideas para dedicarse a obstaculizarlas. No dudo que tal vez fue un magnífico profesor, pero está claro que en estos momentos es un peso muerto. Porque nos guste o no los tiempos cambian y hay que renovarse. Adaptarse. Estar a la altura. Y cuando en lugar de ser una persona que busca soluciones te conviertes en una persona que solo pone problemas, quizás es el momento de apartarse. Porque se empieza a ser una molestia y, en mi opinión, a hacer un poco el ridículo.
Y digo esto porque a la Iglesia Católica hace años (por no decir siglos) que viene siendo una molestia y que no deja de hacer el ridículo. Todas las religiones, en realidad, pero a cada cual sus miserias y a mí me ha tocado esta. Los católicos se opusieron al divorcio y a la entrada de la mujer en el mercado laboral; al matrimonio homosexual; al aborto… En fin, el mundo gira y ellos siguen en su zancadilla constante al fluir de los tiempos. Se han convertido en ese profesor cascarrabias que echa la culpa a los alumnos por no permanecer año tras año inmutables. Algunos de sus sacerdotes empuñan discursos rancios desde su púlpito, más propios del mundo medieval o franquista (donde estaban ellos tan cómodos) que del siglo XXI. El discurso cristiano dejó hace tiempo de ser revolucionario para convertirse en reaccionario. Solo existe como reacción, como oposición. Y una ideología que no aporta, que solo critica y obstaculiza, pues debería plantearse qué pinta ya en este mundo.
El futuro a corto plazo -debido a los avances médicos principalmente- es el alargamiento de la vida y por lo tanto el envejecimiento de la sociedad hasta más allá de lo deseable en muchos casos, con todos los problemas que esto conlleva. Un debate profundo sobre la eutanasia y una ley acorde con los tiempos que vivimos es en estos momentos máxima prioridad para evitar sufrimientos innecesarios. Digan lo que digan las religiones de la naftalina.
Yo no tengo ni idea de si Dios existe o no. Pero el mero hecho de que exista no es una razón suficiente para adorarlo. Si existe el dios de esos imanes musulmanes que enseñan a golpear a la mujer sin dejar marcas, pues miren, no me interesa apuntarme a su club. Si existe ese dios judío que dice que son un pueblo elegido y por eso pueden maltratar y robar las tierras al resto de pueblos, tampoco me interesa. Si existe el dios de esos curas homófobos y misóginos, ídem. Un dios que te pide que mates en su nombre es un asesino. Un dios que dice que la mujer debe quedarse en casa cuidando marido e hijos y que los homosexuales son enfermos antinatura, me parece un imbécil. Un dios que te pide que le pongas una vela, que le dediques una oración o que hagas un sacrificio en su nombre (sea este matar una gallina, dar dinero, andar descalzo durante la semana santa o seguir viviendo sin desearlo) me parece un prepotente que solo busca su pompa personal, al estilo de los dictadores más megalómanos. Y yo, lo siento, pero por mucho que me demuestren su existencia (que no me la han demostrado todavía) no voy a seguir a ningún dios asesino, imbécil o prepotente.
Así que, por favor, señores cristianos (y sobre todo políticos cristianos): déjennos morir en paz. Déjennos elegir nuestro propio infierno. A mí el vuestro no me da miedo, pero sí me da miedo el infierno de la enfermedad y el sufrimiento al que obligan a pasar a mucha gente. Quiero poder terminar tranquilamente con mi vida si en algún momento lo creo necesario. Yo solo respetaré a un dios que no permita que un hombre desesperado tenga que pedirle a su nieto que acabe con su vida.
El resto se los dejo a aquellos que tengan más tragaderas.