VALÈNCIA. Hace diez años se estrenó Crematorio, la miniserie de Canal+ que adaptaba la extraordinaria novela del escritor valenciano Rafael Chirbes y que, aunque era española, oye, parecía de la HBO. La serie de los hermanos Jorge y Alberto Sánchez-Cabezudo sorprendió a propios y extraños: aquello era claramente distinto de lo que ofrecía nuestra industria televisiva. Su singularidad y el hito que supuso su llegada ha sido analizado en detalle por el crítico Enric Albero en un excelente artículo en El cultural al que les remito para rememorarla, además de descubrirla o revisarla en Movistar+, por supuesto. Porque aquí no vamos a analizarla, sino a, aprovechando ese aniversario de una década, reflexionar sobre qué realidad española cuentan nuestras series.
Más allá de su calidad como obra audiovisual, uno de los rasgos diferenciadores de Crematorio era su tema, la corrupción. Esa descripción prolija e implacable, y tan veraz, de la connivencia, asociada a la especulación inmobiliaria, entre quienes tienen el dinero y los representantes públicos, que tanto daño ha hecho y hace a nuestro país. Parece mentira que, siendo uno de los grandes males de nuestra democracia y llena titulares y reportajes, sea un aspecto tan poco tratado en la ficción audiovisual.
Sé que muchos estarán pensando que qué ingenua, que no parece mentira, que es muy lógico teniendo en cuenta que hablar de corrupción supone poner en la picota a los detentadores del poder político, económico y judicial de este país y denunciar unas prácticas conocidas por todos, pero interiorizadas por la sociedad. Y que, por eso, mejor no meneallo. Efectivamente esto es así, no soy ingenua, pero, ya lo hemos comentado en otras ocasiones, asombra ver cómo en series americanas de chicha y nabo aparecen políticos o jueces corruptos, sobornos a cargos públicos o muestras del sometimiento de la administración pública y los gobiernos a intereses empresariales y privados y aquí estas tramas y personajes son la excepción.
¿Y qué series, además de Crematorio, se han centrado en la corrupción? Veamos. En el ámbito estrictamente político y en formato de comedia ácida Vota Juan y su continuación Vamos Juan, ambas de Diego San José y Juan Cavestany. La peste, de Alberto Rodríguez y Rafael Cobos, que, aunque se ambienta en la Sevilla del siglo XVI, claramente se presenta como un discurso en torno a la corrupción como el mal moral de la sociedad, totalmente extrapolable al presente. Gigantes de Enrique Urbizu, Michel Gaztambide y Manuel Gancedo. Y, sobre todo, Antidisturbios, de Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña. Es llamativo que la mayoría de los nombres detrás de esas series ya hubieran tratado el tema en su cine: El reino (2018), en el caso de Sorogoyen y Peña; la pionera La caja 507 (2002), en el de Urbizu y Gaztambide; Grupo 7 (2012), en el de Rodríguez y Cobos.
Podríamos añadir, aunque la corrupción no es el tema principal, algunos otros títulos que se caracterizan por su realismo y también por su calidad. Tenemos a la excelente Malaka, de Daniel Corpas y Samuel Pinazo, cuya opción por el realismo no oculta ninguna lacra social, como la corrupción policial, en su retrato de la miseria y la desigualdad que corren parejas a las vistosas postales de las oficinas de Turismo. También podemos sumar dos series que ofrecen sendos retratos nada complacientes y alejados de las versiones oficiales de nuestro pasado reciente. Una es Fariña, de Ramón Campos, basada en la investigación periodística de Nacho Carretero, sobre la realidad del narcotráfico gallego de los 80 y 90 del siglo pasado y sus vínculos con el poder. La otra es El día de mañana, de Mariano Barroso, sobre la novela de Ignacio Martínez de Pisón, y su retrato de la España del final del franquismo y los años de la transición.
Y poco más. Quizá Los favoritos de Midas, de Mateo Gil y Miguel Barros, basada en el relato homónimo de Jack London. La serie presenta un mundo dominado por las grandes empresas que controlan un poder mediático inmenso, pero esa idea se pierde en su adscripción al thriller efectista y resultón, empeñado en sorprender al espectador con el más difícil todavía y con un cierto tono fantástico incluso, y por su estilizada imagen, al margen del realismo. Algo parecido le pasa a la serie de la televisión balear Treufoc, de Lluís Prieto, Toti García y David Mataró, un thriller sobre la investigación acerca de un serial killer, en el que los giros de guion y las servidumbres del género acaban anulando la muy interesante idea que plantea de la existencia de una red corrupta que controla Mallorca desde hace siglos, compuesta por las grandes familias de la isla.
Más allá de si la corrupción es un tema tratado o no, la cuestión esencial es la vinculación de las series españolas con su presente. En determinados aspectos relacionados con la representación de la diversidad social se están llevando a cabo verdaderos cambios, a través de la presencia cada vez más normalizada de personajes LGTBI (más) o racializados (menos), o el creciente protagonismo femenino, entre otras cosas. Sin embargo, la relación con el presente o con la realidad a veces es escasa y eso tiene que ver con la estandarización de determinada estética y de una forma de narrar convencional que podría ejemplificar en Cuéntame, la muy longeva serie de Miguel Ángel Bernardeau, sin menoscabar su relevancia y su influencia en la historia de la televisión. Pero que nos sorprenda el verismo de Fariña, Malaka o Antidisturbios y sea motivo de conversación es síntoma claro de que esa veracidad no es habitual, de que “realismo” no es algo que asociemos a nuestra producción de series.
No estoy diciendo, ojo, que todas las series tengan que ser realistas o que estén obligadas a contar lo que no funciona en nuestra sociedad, ni mucho menos. Pero se echan en falta algunas miradas a la realidad como las de Crematorio y su dimensión política y social. Yo solo las encuentro, claramente, en Antidisturbios y en Malaka. También en Fariña y, algo menos, en El día de mañana. En Vota Juan y Vamos Juan, por más que se trate de comedias donde prima lo grotesco. Y no se me ocurren muchas más. Son pocas, pero la parte buena es que son muy diferentes entre sí, tanto en estética como en tono, porque el realismo no es una fórmula. Viéndolas y pensándolas, siento que están dialogando, de verdad, con la realidad. Y sería una muy buena señal que hubiera más series de ese calado.
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