VALÈNCIA. Contrariamente a lo que se pueda pensar, mi primer contacto con el concepto de “creatividad” me provocó un profundo desasosiego. Era yo adolescente y atravesaba una de esas etapas lectoras donde te obsesionas por un autor en concreto. Kurt Vonnegut fue aquel año mi centro de atracción permanente. Entre sus desvaríos narrativos sobre extraterrestres, nazis, contracultura y apariciones estelares de mi querido Kilgore Trout, encontré su siguiente afirmación: "La creatividad consiste en estar saltando constantemente desde acantilados y desarrollar alas según caemos".
No pudo Vonnegut describir mejor el sino de nuestra presente condición laboral desde el punto de fuga del pasado. De hecho, vista en perspectiva, aquella afirmación hecha con la mejor intención y desde la creencia absoluta en la creación artística como un misterio humano insondable, hoy no desentonaría incluida en cualquier guía motivacional de emprendimiento, acompañada de frases como esta del expresidente de la CEOE Juan Rosell: “El trabajo fijo y seguro es un concepto del siglo XIX, ya que en el futuro habrá que ganárselo todos los días”. Porque, claro ¿quién no disfruta saltando diariamente de un acantilado laboral a otro? Nadie como un neoliberal para convertir nuestras tempranas fantasías de autorrealización personal en un cínico espumarajo de realidad.
Dotado de cualidades cuasi místicas, el concepto de creatividad se ha convertido en una fórmula de legitimación social ampliamente aceptada. Adjetivar cualquier actividad humana como “creativa” parece proporcionarnos un inmediato pasaporte hacia el país de las maravillas. Un lugar donde no existe el dolor, Mark Zuckerberg no roba nuestros datos para venderlos al mejor postor, y un video de gatitos siempre nos espera al final de la jornada laboral para mitigar nuestras crisis de ansiedad, provocadas por la falta de certeza de que unas nuevas alas nos crezcan al lanzarnos por el siguiente acantilado.
El origen de todo conjuro es el lenguaje, e inmersos como estamos hoy día en una batalla semántica, diría que perdida, por un concepto de creatividad totalmente asimilado por el discurso neoliberal, me sigue sorprendiendo su uso unívoco y sesgadamente positivo en cualquier contexto cultural al que se le presuponga rigor. Tal es el caso de este artículo de Culturplaza donde, por ser mi ciudad y afectarme directamente, el modo de empleo del concepto me ha causado especial asombro.
Titulado así: Expulsión en València: el kilómetro cero que no quiere núcleos creativos, y tras leer el contenido del artículo, podríamos concluir que otras actividades “no creativas” han suplantado a aquellas que sí lo son, y que por derecho propio les pertenece un espacio en nuestro modelo de ciudad ideal.
Pero ¿alguien podría decirme que hace más creativo al presente “edificio creativo” (citado así en el artículo) que al futuro hotel que lo sustituirá? ¿y si os dijera que ese hotel estará gestionado a través de una app, desarrollada en una “aceleradora e incubadora de empresas” por personas muy creativas? ¿y si el hotel fuera “smart” e incorporara un sistema de reconocimiento facial para acceder a sus habitaciones, donde además tendrás acceso a 5000 canales temáticos sobre una amplia gama de ámbitos artísticos y tecnológicos? ¿y si el CEO del hotel decidiera reservar un espacio para alojar exposiciones regulares de ilustración y diseño gráfico? ¿y si en un inesperado giro de guión, y aplicando el antes citado conjuro de la adjetivación, ese hotel ya no fuera simplemente un hotel, sino un HOTEL CREATIVO? Si un edifico puede serlo, por qué no un hotel ¿verdad? Pero dejemos de lado la ironía y centrémonos en la vertiente puramente económica de nuestra hipótesis.
En su Libro blanco de los empresarios españoles la CEOE desarrolla su teoría de las cuatro Cs (Creatividad, pensamiento Crítico, Comunicación y Colaboración) donde podemos leer respecto a la primera: "Creatividad para generar soluciones imaginativas en un mundo complejo y para producir innovaciones efectivas que añadan valor a la industria y los servicios y se conviertan en nichos de nuevos empleos". ¿Quién crea más puestos de trabajo, la revista Gráffica o un hotel smart de lujo? ¿Quién genera más “valor a la industria”, esa “caja de sorpresas del diseño” de Sebastian Melmoth o los apartamentos turísticos gestionados por Airbnb, la plataforma digital que incluye “2.000.000 de propiedades en 192 países y 33.000 ciudades”? ¿Quién produce más “innovaciones efectivas”, la honesta labor artesanal de Simple o una franquicia de alquiler de bicicletas eléctricas y ecofriendly financiada por Tesla?
Parecemos querer negar la evidencia, una vez más, de que existen muchas formas de entender y aplicar la creatividad bajo nuestro actual contexto económico. Por un lado, esas actividades creativas que nos proporcionan un sincero arraigo cultural con nuestras comunidades, sin priorizar las ganancias económicas pero sin desatenderlas. Por otro, las exclusivamente dirigidas a la explotación monopolística de los recursos de nuestro entorno para extraer su máximo beneficio. Y tengo una mala noticia: son modelos, los dos creativos, forzosamente subsidiarios, es decir, el segundo necesita de la esencia del primero para legitimarse a nivel simbólico. Por esa razón, cuando utilizamos el concepto de creatividad de forma indiscriminada, encerrándolo en un círculo virtuoso, estamos favoreciendo su asimilación por el discurso neoliberal y neutralizando una crítica necesaria que analice las implicaciones éticas y morales sobre las que, previamente a su puesta en práctica, debe edificarse cualquier proyecto que afecte a nuestras condiciones de vida.
Por eso me resulta curioso comprobar como seguimos instalados en un relato sobre la creatividad totalmente obsoleto y hasta repudiado por sus propios creadores. Hoy todo van a ser malas noticias: el concepto de “super-creative core” (“núcleo creativo” se comenta en el artículo), “creative classes”, “creative economy” y otros animales mitológicos, ya fue teorizado extensamente por Richard Florida en la mayoría de sus libros a principios de este nuevo milenio, comenzando por su betseller The Rise of the Creative Class. La tesis principal del mismo, resumida grosso modo, venía a decirnos que para sobrevivir bajo las nuevas leyes del mercado, las ciudades deben sustituir las rígidas y anticuadas estructuras industriales por una “economía creativa” en ascenso, formada por nuevas generaciones dedicadas a profesiones liberales (desde el sector financiero a diseñadores gráficos o artistas). Este enfoque ayudaría a atraer nuevas inversiones de capital, más turismo y revitalizaría el centro de las ciudades, que jugarían un papel dinamizador dentro de esta nueva lógica de redistribución de la riqueza. ¿Os suena?
Lástima que el pensamiento mágico de Florida no llegase a materializarse tal y cómo él imaginaba. No lo digo yo, el propio Florida entonó el mea culpa (algo que le honra) años más tarde en su libro The New Urban Crisis, donde no sólo desmantelaba todo lo dicho en sus anteriores libros, sino que aceptada que la “clase creativa” estaba estrangulando las grandes ciudades generando un modelo de ciudad excluyente, donde la riqueza se concentraba en pocas manos y obligaba a la mayoría de su población a instalarse en una periferia infradotada y empobrecida. Toda una sorpresa que sus investigaciones basadas en factores tales como el “Bohemia Index” o el “coolness factor” no llegasen a alcanzar el éxito esperado. Eso sí, todos los medios, instituciones políticas y todos los profesionales implicados en el proceso se lanzaron raudos y veloces a abrazar la nueva teología. Pero esta vez no era Dios el objeto de su estudio, sino el sacralizado concepto de creatividad.
Haced una sencilla prueba para terminar. Preguntadle a vuestro compañero o compañera de “coworking” que piensa de que tal vez no tenga derecho a una pensión de jubilación. Seguramente se encoja de hombros y exhale abnegada un “Es lo que hay”. ¿Vives con 40 años compartiendo piso? Es lo que hay ¿Tu derecho a la intimidad es papel mojado? Es lo que hay ¿El sistema económico capitalista, que jamás renunciará a su actual tasa de ganancias, se nos llevará a todos por delante en la mayor crisis climática y civilizatoria que hayamos vivido? Es lo que hay.
Somos incapaces de imaginarnos (acción previa al acto de crear) transformando nuestras condiciones básicas de vida, ni creando un nuevo contrato social, pero a ninguna generación anterior se le llenó tanto la boca con el concepto de creatividad. No me negaréis la triste paradoja.