VALÈNCIA. En estos días se reedita The White Album, el disco que marca la madurez del grupo entre los grupos, The Beatles. Sale también una edición definitiva del Imagine de Lennon y hasta un nuevo álbum de la siempre sorprendente Yoko Ono. Los Beatles son eternos, qué duda cabe. Pero hubo una época, cuando el alcance de su odisea estaba aún reciente, que parecía obligatorio que te gustaran.
Cuando era niño, los Beatles formaron parte de la banda sonora de mi cotidianidad. Nací en 1963, por lo que mi infancia discurrió paralela a su ascensión, evolución y posterior separación. A esa edad, lo único que podía llegarme era lo que suele hacer universales y eternas a las canciones. Las melodías, los estribillos, y la conjunción de ambas con un ritmo frenético. El mundo occidental cambiaba pero eso no es algo que uno pueda percibir a los seis o siete años. Los cambios que notaba eran los que marcaba la televisión. A pesar de verse en blanco y negro, fea y disminuida, la fusión de imagen en movimiento y sonido eran hipnótica. Los festivales de Eurovisión con Massiel y Salomé. La casa de los Martínez. Los anuncios de la película de Los Bravos. Historias para no dormir (que alguna vez vi furtivamente con el consiguiente azote de las pesadillas posteriores). Y sobre todo, las series. Tarzán, El Santo, Los Vengadores, Superagente 86, Los Monkees, Perdidos en el espacio, La Familia Munster. Todo lo que importaba estaba detrás de la pantalla de aquel viejo televisor.
Los Beatles formaban parte de ese imaginario en el que la información llegaba y tú te rendías o no ante ella. Era el grupo favorito de mis primos Víctor y José Enrique. Tenían su habitación decorada con pósters del grupo y a medida que este iba cambiando, ellos cambiaban también. A mi tía Cuqui también le gustaban mucho. Todo ellos eran adolescentes o jóvenes cuando esto ocurría. Lo que para mí no eran más que canciones bonitas o divertidas, para ellos era otra cosa. A mí me gustaba mucho más el concepto Monkees, por la serie. Y porque me encantaba el coche, que contaba con su miniatura en la colección de Corgi Toys. Ojalá hubiese conservado el mío.
Al crecer descubrí que la música tenía un efecto tonificante en mí y empecé a buscar. Después de una corta peregrinación por la obra de artistas de lo más diversos, acabé encontrando al que sería mi favorito. Fue Lou Reed, y fue los 14 años. Antes me dejé llevar por discos de Deep Purple, The Who, Elton John, Jesucristo Superstar, Pink Floyd. Pero con Lou Reed se activó el interruptor. A partir de entonces, fui creando mis propias directrices de una manera instintiva, tirando de aquel hilo que había descubierto de manera fortuita. Nueva York se convirtió en la fuente principal de abastecimiento. Luego, lo inevitable, el punk de Sex Pistols, porque era imposible no sentirte atraído por aquello a los 15 años. Todo esto tuvo lugar en un periodo de dos o tres años, entre 1977 y 1979, en el cual también comencé a frecuentar tiendas de discos y conocí a gente mayor que yo que sabía mucho de música. Ya entonces escuché un sonsonete que todavía no se ha apagado del todo: los Beatles son insuperables.
Lo peor de los grupos y los artistas pop suelen ser sin duda los fans cegados por la pasión. Cuanto más talibanes, peor. Lo sé porque en mis tiempos juveniles más airados ejercí como tal y también porque, en aquellas peleas verbales en plan hooligan, sufrí a los de otros grupos. Da igual que hablemos de Velvet Underground que de The Smiths, la brasa de un fan encendido puede ser equiparable a la erupción del Vesuvio. Eso fue algo que aprendí rápido. Cuidado con los fans cerriles que son muy cansinos. No entran en razones. Y he de insistir en que, cuando yo era adolescente, los de los Beatles eran de los más intensos. Como eran algo más mayores, o bastante más mayores, parecía que nadie podía quitarles la razón. Y sí, claro que la tenían, porque los Beatles escribieron el ABC de la música pop, tuvieron una carrera perfecta, contribuyeron a cambiar la sociedad. Pero esgrimir eso ante un chaval, diciéndole que lo que hacen sus grupos favoritos ya lo hicieron antes los Beatles, y encima mucho mejor, es absurdo. Los hechos no cuentan demasiado cuando la pasión te invade y es la que manda, cuando lo mejor del mundo es un grupo como los Velvet que hacen letras perversas y mucho ruido, o como Patti Smith, que sale al escenario como un boxeador calentando.
Sí, los Beatles eran lo más grande y lo siguen siendo, no lo discuto. Pero sus apóstoles –y ojo que aquí no incluyo ni a mis primos ni a mi tía que se limitaban a escucharlos pacíficamente, sin intentar evangelizarme- consiguieron que mantuviera una prudente distancia de su música durante años. Y luego está el tema de las brechas generacionales, que son inevitables. Cuando tienes 15 años quieres música hecha para ti, y rechazas la que podía gustarte de niño precisamente por eso, porque ya no eres un niño y detestas que se te vea como tal. Tampoco te sirve la de los mayores, aunque no se trate de viejos. Quieres la tuya y punto. Los jóvenes de los sesenta vivieron de pleno la aparición de los Stones, los Doors, los Beatles. Los de los setenta las de Bowie, The Clash y Ramones. Los de los ochenta la de Prince, Pixies. Y así sucesivamente. Cuando la música del momento coincide con tu momento, ese en el que uno empieza a tomar conciencia de sí mismo, el efecto es insuperable. Pueden gustarte Blondie si eres un millennial, claro que sí, pero nada es comparable a haber vivido su ascensión en tiempo real. Cosas, en fin, que seguramente ya no tienen el mismo alcance en el siglo XXI.
Al final conseguí liberarme de prejuicios y dejarme llevar por los Beatles. El suyo es un universo –como muchos otros- que se disfruta maravillosamente desde la madurez. La atracción que no pude sentir porque su apogeo no coincidió con mi momento vital, es ahora un interés sincero por algo que, gracias al tiempo, sigue creciendo y creciendo, aumentando su valor. Los fans supongo que siguen ahí, empecinados en que su momento fue el mejor de todos los posibles. Y no lo discuto, pero insisto, las experiencias vitales no son canjeables por lo que diga ninguna enciclopedia. Los Beatles fueron los reyes pero a mí eso a los 16 años me daba igual porque yo quería mis propios reyes. Ahora, desde la madurez y la profesionalidad, me inclino ante ellos, asumo y comparto la importancia de su papel. Aprendo con cada nueva escucha de sus discos. Disfruto leyendo su interminable historia, que con el paso del tiempo se va enriqueciendo más y más, desprendiéndose de tópicos cansinos, como por ejemplo, el que señala a Yoko Ono como causante de la ruptura del grupo. Pero mis Beatles fueron Patti Smith y Sex Pistols y, que queréis que os diga, con ellos aprendí que también se disfruta mucho diciendo que no a lo que otros intentan imponerte.
La revolución de los años 60 a menudo se vende como la mayor época de transformación del siglo XX. Los Beatles fueron sus máximos protagonistas y es cierto que consiguieron con su actitud sacudir las estructuras sociales y familiares tan conservadoras de la época. Sin embargo, no se puede separar que su fenómeno respondía a otro más prosaico, por primera vez los adolescentes tenían poder adquisitivo y se convirtieron en un objetivo del mercado en aquella fase del capitalismo