VALÈNCIA. No recuerdo muy bien cuándo descubrí a Ceesepe, pero sí que sé dónde. En 1977, cuando me entró la fiebre por Lou Reed, empecé a comprar todo aquello relacionado con él que estuviera a mi alcance, espacial y económico. Por entonces, Reed era en España un tótem del underground, entendido dicho término aquí como bastión de la ruptura con el espíritu inquisidor del franquismo.
El rock era una de las pocas vías para combatir aquello, y aquí fue abrazado con fervor por quienes veían en él una forma de rebelión contra un sistema asfixiante. Aquella vehemencia propició tópicos más próximos a los peor del jipismo que a otra cosa, y que es mejor olvidar, aunque muchos han sobrevivido en el tiempo gracias a la filosofía perroflauta. Toda aquella música que tuviera carga contracultural era bienvenida para contrarrestar la falta de libertad y, si se terciaba, intentar denunciarla. Más discreta por motivos obvios era la vía del cómic, muy próxima a la de la música. Cuando yo era un crío la manera cool de referirse a aquellas historietas era llamarlos comix (también estaba el rrollo, que venía de la publicación El rrollo enmascarado), así quedaban diferenciados de los tebeos oficiales, ya fuesen estos Mortadelo o Superman. Y Lou Reed era, por todo lo que ante nuestros impresionables ojos ojos representaba entonces –las drogas, el rock & roll, la decadencia, la sexualidad sin barreras- carne de comix.
Descubrí a Ceesepe al comprar una revista llamada Rock Comix. Cada uno de sus monográficos consistía exactamente en eso, en unir música e ilustración. A veces contando partes de la biografía correspondiente de manera gráfica. A veces creando una viñeta o una historieta a partir del texto de una canción. Había números de Rock Comix dedicados a los Stones, King Crimson, Zappa el rock duro y el rock catalá, muy en boga entonces gracias a Pau Riba, Sisa e Iceberg. Pero a mí el que me interesó por encima de cualquier otro fue el dedicado a Reed y Velvet Underground. Por todo. Dentro había uan historieta de Ceesepe, de título contundente – Babeo bajo tu ombligo- que fantaseaba con la trayectoria de Reed. La portada del monográfico era obra de Nazario, una ilustración que de manera magistral sintetizaba todo lo que Reed, Warhol y los Velvet significaban para los modernos españoles. Una sublimación de la homosexualidad, la mala vida urbana y la decadencia. O dicho de otro modo, un magnífico retrato de lado salvaje tantas veces invocado entonces. El caso es que la ilustración impresionó tanto al propio Reed que, dos años después, la usó para la portada de su nuevo disco. El único problema es que en los créditos de Take No Prisoners no salía Nazario como autor, sino un tal Brent Bailer. En la parte interior de la carpeta también se reproducían imágenes del monográfico de Rock Comix. Entre ellas un fragmento de ese brutal Babeo bajo tu ombligo creado por Ceesepe.
Ceesepe, Nazario, Eduardo Haro, Mariscal. Había una serie de nombres que gravitaban en publicaciones de música o relacionadas con ella. En aquellos tiempos, cuando me sumergía en el barrio del Carmen de València, en pos de descubrimientos deslumbrantes (puedo dar fe de que hubo bastante y muchos de ellos siguen conmigo en estantes y cajones), solía ver una pintada en un viejo muro de la calle Roteros que simplemente decía: El Hortelano. Cuando empecé a leer la revista Star, máxima síntesis de cómic, música y contracultura de los años setenta en nuestro país, descubrí que El Hortlelano existíay publicaba sus historias en aquella publicación. Allí también estaba Ceesepe dibujando las aventuras de un excéntrico personaje llamado Slobber que me intrigaba mucho. Un año después, en el verano de 1978, llegaría aquel histórico número de Disco Expres con el cantante de Tequila con un ojo vendado en portada. En su interior, una entrevista de Job –alias de Jesús Ordovás- con una joven punk madrileña que se hacía llamar Alaska, porque era admiradora de Lou Reed. Las fotos del reportaje las firmaba Cascorro Factory. No estoy muy seguro pero creo que la entrevista también estaba ilustrada con un retrato de Alaska a cargo de Ceesepe. Y si no fue en ese número o en esa revista, seguramente fue en otro. El dibujo existe y fue reproducido con otras imágenes en el libro Alaska y otras historias de la movida que publiqué en 2002.
Cascorro Factory la formaban Ceesepe, José Morera El Hortelano –que por cierto, era valenciano-, el fotógrafo Alberto García Alix y la fotógrafa y pintora Ouka Lele. Todos ellos resultaron ser artistas excepcionales que se dieron a conocer en los albores de la llamada movida. Sus carreras despuntaron en esa época, pero la trascendieron con creces. Lo comentaba Ana Curra el otro día en Facebook y también Diego Manrique en un artículo para El País, todo a raíz del fallecimiento de Ceesepe, empeñarse en hablar de estos artistas vinculándolos a la movida. Se dierona conocer con la movida, cierto, pero la trascendieron sin problemas. Por todo lo que aportaron en aquellos años concretos, quizá fuese más acertado decir que fueron artistas que nos ayudaron a haces nuestra propia transición. De la misma manera que los libros de Anagrama y Tusquets nos mostraron que la buena literatura no era solamente algo circunspecto y decimonónico, nombres como los de Almodóvar, Bonezzi, Pérez Villalta o García Alix no enseñaron que había otro tipo de miradas, de músicas. Hubo una serie de artistas que con su trabajo modernizaron este país, le dieron un caché artístico, y lo hicieron desde el riesgo. Lo que hacían Ceesepe, Ouka Lele o El Hortelano entonces era hermoso, era extraño, era nuevo y no se parecía a nada en concreto.
Nos lamentamos, yo el primero, cuando se nos van artistas internacionales que nos han marcado profundamente. Es lógico que así sea. Pero también me produce una gran tristeza ver cómo van desapareciendo personajes que me dieron mucho y que, además, provenían del mismo territorio que yo, y que por lo tanto, compartían mi contexto cultural y social. Por algún motivo que tampoco alcanzo a entender, casi todos los ausentes se han ido demasiado pronto, y eso hace aún más estremecedoras ese aluvión de ausencias. A unos pude conocerlos y tratarlos, a otro los saludé, quizá hablé un poco con ellos, o puede que simplemente me limitara a disfrutar de su obra, que también está muy bien. La lista empieza a ser ya demasiado grande. Eduardo Benavente, Poch, Antonio Vega, Enrique Sierra, Carlos Berlanga, Bernardo Bonezzi entre los músicos que fallecieron siendo todavía jóvenes. Iván Zulueta y todo aquel misterio que da la impresión que jamás llegó a eclosionar del todo. Sigfrido Martín Begué, al cual conocí demasiado tarde y al cual la fiesta valenciana, las fallas, debería tener muy presente. Paloma Chamorro, que me brindó la oportunidad de aparecer en La edad de oro y formar parte de dos programas que fueron emblemáticos, pero sobre todo, que hizo tanto por difundir nuevas formas de cultura a través de un medio tan poderoso e influyente como la televisión. Hace unos mese se fue El Hortelano. Ahora nos ha dejado Ceesepe. El agujero comienza a ser demasiado profundo.