Tras ganar el prestigioso Premio Hispanoamericano Gabriel García Márquez en 2017 por su libro de relatos El estado natural de las cosas, el autor cabalga ahora su primera novela publicada.
MURCIA. En el vastísimo campo de la noche relincha eléctrico un caballo blanco: la visión se encabrita y amenaza con su pecho rampante de luna llena; es un espectro con la cualidad de los astros fugaces y rasga el cielo antes de emprender la huida, una invocación tenebrosa que atempera el ánimo en la oscuridad y monta guardia junto al sueño. En la habitación de una casa que se cae a pedazos lo que fue un ser, al menos, capaz de afilar la vida, languidece entre los escombros de la historia de la familia, que de un tiempo para acá se ha convertido en Alepo. La destrucción fue de carcoma y de portazo, de pasadizos horadados entre los listones hasta que la estructura ya no se sostiene y colapsa. Las primeras víctimas de la tragedia se habían quedado antes por el camino: la caída se ceba con los supervivientes, a quienes les espera la condena de vivir malheridos sobre un futuro frustrado. Juntos pero ajenos. Enajenados y a la espera. Las familias son como la vida: siempre acaban superando a la ficción. No suelen ser lo que uno se prometió que serían, en demasiadas ocasiones se vuelven trampas mortales, cepos chirriantes, concertina en la que dejarse la piel. La familia que habita la casa a la que nos referimos se ha reducido a la mitad si hablamos de número de miembros, a una sombra de una sombra si a lo que nos referimos es a su condición. Son personas en esta casa, pero nada más.
A Alejandro Morellón el caballo se le aparece como un animal totémico: quedó finalista del Premio Nadal en dos mil quince con la novela He aquí un caballo blanco, después publicó en Caballo de Troya El estado natural de las cosas, ganador del Premio Hispanoamericano Gabriel García Márquez, y ahora publica Caballo sea la noche en Candaya, el reino de leyenda al que se dirigían Don Quijote y Sancho Panza a lomos del caballo Clavileño. Con todo esto uno sin querer imagina a Morellón centáurico, criatura portadora de revelaciones: afirma Morellón que el Gran Caballo Pálido le merodeaba y quizás, se podría pensar, fijarlo a la celulosa de las hojas de un libro le pareció una buena manera de exorcizarlo; la figura que nos observa oscura y nebulosa desde una posición superior en la portada de Caballo sea la noche es uno de los ecos ectoplasmáticos de la aparición y es obra de Alex Monge. En esta novela -que como confesaba su autor en una de sus presentaciones no es la que había firmado con Candaya, sino una decisión de ultimísimo momento escrita con decisión caballuna- asistimos a la ruina de una familia, testimoniada a través de los soliloquios de dos personajes: Alan, que solo quiere dormir encerrado en su habitación y refugiarse así en el mundo no vivo no muerto de Morfeo, y su madre, a quien la pérdida -la pérdida de otro hijo y de un marido- y la culpa han llevado a vivir confinada en los recuerdos de los álbumes familiares, que revisita una y otra vez intentando apartar la mirada del monstruo que allí habita también, y que crece alimentándose de su silencio. Crecerá como Alicia hasta que por fuerza llegue a un volumen tal que ni siquiera los muros de la casa o su robusto silencio puedan resistir, y entonces los muros se cascarán como las tímidas paredes de un huevo y la bestia de lo que sucedió será imposible de soslayar y se manifestará ante sus ojos, por fin, en todo su esplendor.
Hay esplendor -en su acepción resplandeciente- en unos hechos terriblemente perturbadores, y esto sin duda es lo mejor en esta novela de pocas páginas pero mucha densidad de posibles, porque lo que hace Morellón es, una vez salta la alarma con la que protegemos a nuestra especie, detenerse, apartar a un lado la interpretación estándar del anatema, y hacerse preguntas, preguntas muy difíciles de las que nos hace partícipes: nos obliga a mirar el lado que permanece a la sombra en estas historias, y de esta manera Caballo sea la noche se transforma no en la narración de una tragedia y sus consecuencias, sino en un relato que explora el ojo del huracán desde los ojos de una de las partes, que puede haber interpretado su papel como nosotros habríamos esperado que lo hiciese, o no. Cuando la revelación asoma la cabeza fuera del huevo y despliega sus alas, ya no hay vuelta atrás. Lo que no se nombra no existe, pero una vez conjurada, la verdad -las verdades-, no se pueden volver a encerrar. Se vuelven sustancia viva, y adquieren instinto de supervivencia. Por eso esta novela de Morellón, contra todo pronóstico y tal y como observaba la escritora Mónica Ojeda -autora de Nefando y Mandíbula, publicadas también en Candaya-, no se precipita en la oscuridad, sino que de alguna manera se eleva hacia un brillo, eso sí, muy singular. Hay que leerla para comprenderlo.
Lo que sí queremos desvelar aquí es otro de los secretos que habitan en la historia, la clave para una lectura enriquecida para quien no conociese su significado: el título del libro es un verso de un poema del poeta ecuatoriano Roy Sigüenza que al parecer ha calado tan hondo en su entorno que se ha emancipado de las páginas de la poesía para acabar donde quizás ni siquiera su autor lo esperaba, en las voces que brindan en las barras de los bares, porque ese verso del poema con esencia de haiku es un banzai, un jerónimo, un que sea lo que dios quiera, y aquí la clave destilada, el truco, el siguiente nivel. El poema dice: Iré qué importa / caballo sea / la noche.