VALÈNCIA. No hace falta más que dar una breve vuelta por Youtube para comprobar lo mucho que nos esforzamos a diario en desterrar la prudencia de la lista de valores que promovemos y que queremos que nos caractericen. El riesgo es una droga estimulante a la que se nos intenta hacer adictos desde puntos de venta nada discretos: los camellos se encuentran en la televisión, seduciéndonos desde sus programas de proezas extremas; nos susurran eh, chaval, ¿quieres hacer salto base y volar con un traje de alas, vivir en completo aislamiento un año, bañarte con tiburones blancos, poner tu organismo al límite comiendo basura durante varias semanas, completar una terrible y dolorosa instrucción militar? Desde internet, los youtubers nos incitan, nos tientan, nos provocan: si no le gastas una broma pesada a ese tipo con cara de asesino, si no juegas a la ballena azul, si no te bebes una botella de vodka de un solo trago, si no te aplicas sal en la piel y luego presionas la zona con hielo, si no te prendes fuego y te apagas a continuación saltando a la piscina, si no correteas sobre la cornisa de un edificio de cientos de metros, no molas. Psst, eh, si lo haces grábate, merecerá la pena.
Las grandes marcas tampoco han querido quedarse fuera de la fiebre del riesgo, y han acudido diligentes a satisfacer las necesidades de los adrenalinómanos: tienes que probar esto, es nuevo, consiste en correr por la cresta de una escarpadísima montaña, jugarte el espinazo haciendo clavadismo en una piscina natural minúscula, surfear una gigantesca ola de veinte metros, saltar en paracaídas desde la estratosfera. Cualquier marca de televisores o pantallas que se precie ha anunciado en algún momento su alta definición con las acrobacias de unos riders de BMX. Hasta la bollería industrial invierte en la estética del riesgo para atraer hacia sus pegajosas manos a niños y adolescentes. Quizás no seamos del todo conscientes, pero estamos viviendo en la era GoPro. Claro está que coronar cimas siempre nos ha ido bastante, y que el balconing de ahora no es más que la adaptación a nuestros tiempos de la machada de siempre, y también es cierto no es lo mismo la gesta -que lleva más allá los límites de nuestra especie- que el exponerse a la muerte gratuitamente, y que hay una diferencia, sutil pero importante, entre la valentía y la estupidez. De hecho, la Real Academia Española da dos significados a machada -en realidad tres, pero “hato de machos cabríos no viene al caso”-: uno es “acción valiente”. El otro es “necedad”.
A nivel literario, el gusto por el consumo de aventuras no ha desaparecido, simplemente han cambiado los escenarios. Casi todas las novelas de ciencia ficción son herederas de Julio Verne, las historias espaciales de Isaac Asimov o de Stanislaw Lem son aventuras en las que el barco se ha sustituido por la nave espacial y la terra incognita por planetas lejanos. Las crónicas periodísticas de Kapuściński son al fin y al cabo el testimonio de un aventurero, independientemente de su carga crítica. El resurgir de las hazañas deportivas como tema para obras por las que se apuesta desde las editoriales es otro síntoma de que la aventura no nos ha dejado -al contrario-, porque estas hazañas comparten esencia con las obras clásicas del género. Basta con leer algún libro sobre alpinismo para certificarlo. Ahora bien, que tantos escritores y tantas escritoras elijan la aventura como materia prima para sus obras no quiere decir ni de lejos que ellos estuviesen dispuestos a vivirlas en sus propias carnes: Pierre Mac Orlan (pseudónimo de Pierre Dumarchey, 1882-1970) nos explicaba ya por qué no a principios del siglo pasado en su Breve manual del perfecto aventurero, que ahora publica Jus Ediciones casi cien años después de su primera edición.
Decía Mac Orlan lo siguiente: “Es preciso establecer como un axioma que la aventura no existe: la aventura está en el espíritu de quien la persigue y, al tocarla, se desvanece para reaparecer más allá, transformada, en los límites de la imaginación. La guerra podría considerarse una aventura, y no necesitamos echar mano de los recursos propios de las vidas imaginarias para saber lo que ha significado cuando nos hemos puesto a ella. […] Baste de momento saber que vivir una aventura es, a grandes rasgos, bastante peligroso, pues normalmente no se obtienen sino decepciones y pesares”. Seguramente la visión de Mac Orlan suene bastante negativa y contraria a como decíamos, el espíritu de nuestras sociedades amantes de los “deportes de aventura”, pero no nos precipitemos, porque este breve manual es un homenaje genial a la ironía -cargado de verdades, eso sí-. En él, con un sentido del humor que recuerda a Oscar Wilde, Mac Orlan se centra en dos tipos de aventureros: uno es el aventurero activo, el auténtico temerario, alguien a quien le puede la necesidad de demostrar sus capacidades, un sujeto que en un buen número de ocasiones, lamentablemente, acaba mal. Por otro lado tenemos al aventurero pasivo, un héroe de sofá, que es quien se encargará de narrar las aventuras -y desventuras- del aventurero activo; alguien con gran habilidad, el aventurero pasivo, para “hablar con fluidez de lo que no se conoce”.
“Siempre que pueda, el aventurero pasivo debe imponer su personalidad, a despecho del tema, la veracidad de los hechos y el escenario. Los viajes, como la guerra, no valen nada cuando se realizan efectivamente. Es desaconsejable participar en esa clase de entretenimientos porque la belleza de la acción queda eclipsada por molestas realidades”. ¿Es posible que Mac Orlan, bohemio, soldado, jugador de rugby, patafísico y poeta, estuviese ajustando cuentas con la prensa cipotuda de su época? ¿Es posible que se estuviese riendo de los marineros de agua dulce, de los argonautas de salón, de los intrépidos plumillas de bar de su época? Es posible. Más que posible. La literatura cipotuda, como cabía esperar, no es un fenómeno exclusivo de nuestro tiempo. Este Breve manual del perfecto aventurero, cual buen manual de micología, nos puede servir para identificar a estos especímenes, y llegado el caso, por razones de salud mental y digestiva, evitarlos.