LAS SERIES Y LA VIDA

'Black Mirror': el verdadero peligro de las nuevas tecnologías son las pasiones humanas

6/01/2018 - 

VALÈNCIA. Llegó la cuarta temporada de Black Mirror, la inquietante serie de Charlie Booker, y volvimos a sentir el escalofrío que produce mirar a un futuro muy cercano y plausible en el que la tecnología ocupa un lugar central en la vida pública y privada. Ha vuelto con mucho protagonismo femenino, con cierta irregularidad propia del tipo de serie que es, con algunos finales que podrían llamarse felices, y con esa sensación de que, además de una obra de ficción, de ciencia ficción en concreto, Black Mirror es casi un ensayo sobre nuestra relación con la tecnología y los deseos y temores de nuestro presente. Cierto que la serie ya no provoca el efecto sorpresa que nos impactó en sus dos primeras temporadas, porque ahora ya sabemos qué esperar de ella y por dónde va a ir. Pero sigue manteniendo su capacidad para desasosegarnos, dejarnos pensativos y, sobre todo, obligarnos a mirar a nuestro alrededor y a preguntarnos ¿qué haría yo si…?

¿Hasta dónde llegaríamos, por ejemplo, para proteger a nuestros hijos? En Arkangel, el segundo capítulo de la temporada, dirigido por Jodie Foster, una madre protectora utiliza la tecnología para evitarle a su pequeña los males del mundo. ¿Cuántas madres, cuántos padres, vigilan actualmente a sus hijos constantemente, viendo desde su ordenador la cámara instalada en la guardería o teniéndolos siempre localizados a través de un app? ¿Dónde acaba la protección y empieza el control… o la paranoia? La madre de la ficción descubre que, con el uso del chip que le instala, está criando una niña incapaz de reconocer el mal o el peligro y, por lo tanto, de defenderse. Pero, ay, casi siempre el miedo puede más que cualquier otra consideración.

Porque el miedo es el gran motor de nuestra sociedad capitalista. Inculcado desde todos los poderes y los medios de comunicación a su servicio, nos convierte en ciudadanía sumisa, dispuesta siempre a sacrificar la libertad por la seguridad, ese gran mantra del mundo occidental. Y suplicamos protección. Por favor, por favor, por favor, poned más cámaras de vigilancia. En las calles, en los parques, en el trabajo, en el colegio, en el patio, en casa. Y geolocalizadores en todas partes. Más mecanismos de control, por favor, más policía, más filtros, más armas, más vallas, más alambradas.

En Metalhead, el quinto capítulo, perros robóticos persiguen a los humanos. Rodado en blanco y negro, muestra un futuro distópico, al que no sabemos cómo se ha llegado, ni cómo es, en el que uno de esos artilugios persigue a una mujer. El episodio, dirigido por David Slade, consiste únicamente en esa persecución, y resulta muy angustioso. No solo por el suspense y la acción física, sino porque mientras lo vemos nos vamos haciendo preguntas intentando completar lo sucedido. ¿Qué ha pasado? Suponemos que los robots en forma de perro se crearon para la defensa, pero ahora atacan a cualquier humano y lo hacen sin descanso e implacablemente. ¿Se emanciparon de algún modo y dominan el territorio? ¿obedecen a alguna inteligencia superior? ¿simplemente les guía ciegamente su programación, como a un terminator? El caso es que aquello que debía proteger, el artilugio creado gracias al miedo, es lo que ahora provoca el terror.

Que las máquinas nos acaben dominando o que la tecnología nos destruya es un temor muy antiguo, y nació con la Revolución Industrial, mucho antes de que los ordenadores y lo digital hicieran su aparición. Solo que ahora, las posibilidades que ofrecen las tecnologías digitales y la inteligencia artificial hacen bastante plausible esa posibilidad. La serie juguetea constantemente con ese temor. Un ejemplo singular es Hang the DJ, vuelta de tuerca sobre las apps de citas. Nos muestra una tecnología muy poderosa, capaz de encontrar de forma fiable el amor verdadero, la dichosa media naranja (como si no fuéramos naranjas enteras) con la que el ideal del amor romántico nos lleva engatusando demasiado tiempo. Solo que a lo largo del capítulo no acabamos de estar seguras de si lo que estamos viendo no es, en realidad, un sofisticado mecanismo de control al modo de Matrix. La historia juega con nuestro desconcierto y, sobre todo, con nuestra expectativa de espectadores con demasiada ficciones distópicas en nuestro haber y ya más bien cínicos, sobre todo si hablamos de amor.

Un tema recurrente de la serie, ya explotado de formas diversas y brillantes en las anteriores temporadas (por ejemplo en Blanca navidad, Vuelvo enseguida o Toda su historia), es la posibilidad de conservar digitalmente la conciencia, es decir, vivir más allá del cuerpo físico, como un clon, un avatar o por otras vías que no conviene desvelar. Varios episodios de esta tanda plantean esta cuestión con toda su ambigüedad y las muchísimas implicaciones, buenas y malas, que tiene. Ya el primer capítulo, USS Callister, entra de llena en la cuestión. Y lo hace con mucho humor, no exento de su dosis de terror ante una situación ciertamente horrible. En el episodio se dan la mano videojuegos, nerds, nostalgia sesentera y bullying, en una apuesta narrativa y visual ciertamente sorprendente. 

En un principio Crocodile, el episodio dirigido por John Hillcoat (el director de La carretera), parece alejarse de lo que solemos encontrar en la serie. Rodado en Islandia, juega a fondo el contraste entre un paisaje helado prácticamente sin color, solo el blanco de la nieve y el negro gris de la tierra, e interiores de edificios de líneas rectas y puras, con una violenta historia de sangre y muerte, primitiva y pulsional. Pero sabemos que ya estamos en el perturbador mundo de Black Mirror en cuanto hace su aparición una máquina capaz de acceder a los recuerdos y a la conciencia,  un concepto ya desarrollado por la serie, aunque de otros modos.

El último capítulo, Black Museum, vuelve a incidir en la conservación de la conciencia mediante dispositivos digitales, y lo hace a través de varias situaciones distintas. Como Blanca Navidad, contiene varios relatos a cual más inquietante unidos por un hilo conductor, el Museo del título, que es como el Museo de la propia serie. En realidad, podría funcionar perfectamente como final de Black Mirror, puesto que recoge casi todos los temas tratados y un montón de guiños a su propia historia, bien engrasados en el relato. Al fin y al cabo esa autorreferencialidad es una de sus señas de identidad y casi todos los capítulos contienen referencias u objetos de otros. Y, desde luego, es un perfecto ejemplo de todo lo que la serie ha ofrecido desde su inicio y que la ha convertido en indispensable: ironía, horror, desconcierto, inteligencia, turbación, humor, sorpresa y preguntas, muchas preguntas.

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