VALÈNCIA. Estamos en el año 2384 y la muerte ya no significa el final porque puedes cambiar de cuerpo y vivir muchísimos años, ser inmortal en realidad, ya que la identidad, con su conciencia y su memoria, está contenida en una especie de ficha o pila que se instala al nacer y que puede ir cambiando de funda (es la denominación que se da al cuerpo). Solo se muere realmente cuando la pila es destruida. Naturalmente, las fundas se compran, así que si eres rico podrás garantizar prácticamente tu inmortalidad encargando fundas con tu propia apariencia, y si eres pobre te aguantas, mira tú que novedad, y apechugas con fundas de segunda o quinta mano de a saber quién. Con el agravante de que el cambiar mucho de funda, utilizando cuerpos distintos, acaba afectando mentalmente y provocando psicosis, lo que a los ricos no les pasa porque sus fundas son a medida y nuevecitas. Los miembros de esta casta de poderosos son llamados Meths, en referencia a Matusalén, puesto que son prácticamente inmortales.
Este es el mundo bastante antipático y hostil de Altered Carbon, una serie muy ambiciosa y una gran apuesta de Netflix por la ciencia ficción en la que no se han escatimado medios. La serie adapta la novela del mismo título de Richard K. Morgan, publicada en 2002 y ganadora del premio Philip K. Dick, primera entrega de una trilogía protagonizada por Takeshi Kovacs, bien interpretado en la serie por Joel Kinnaman. En España solo se ha publicado el primer libro, Carbono alterado (Minotauro, 2002; Gigamesh, 2016).
No son pocas las propuestas de ciencia ficción que crean el futuro llevando hasta sus últimas consecuencias las bases del capitalismo, esto es, la propiedad privada y la plusvalía (que parece que nos hemos olvidado de este término y ahí está, provocando desigualdad y miseria). Un ultracapitalismo en el que todo acaba convertido en mercancía. Desde luego y desgraciadamente no hace falta ir al futuro para ver que los seres humanos se compran y se venden, en nuestro mundo actual y en el pasado tenemos suficientes ejemplos. Lo que hace Altered Carbon es plantear la disociación física del cuerpo y de la mente y convertirlos ambos en mercancía, aquí una pila, aquí una funda. Esta disociación es también la base de varios capítulos, muy inquietantes, de esa serie imprescindible para la comprensión de nuestro mundo que es Black Mirror.
La ciencia ficción, aunque imagina el futuro, piensa en presente y permite plasmar de forma precisa todos nuestros temores y deseos y reflexionar sobre las grandes preocupaciones del ser humano: la identidad, la inevitabilidad de la muerte, el paso del tiempo, la conciencia, la relación con el entorno. Lo preocupante es que casi siempre acaba dando lugar a distopías; parece que no nos podemos permitir la utopía y creer que el futuro será mejor. Altered carbon no es la excepción. Estamos, como en otras distopías, en una sociedad con inmensas desigualdades sociales, en la que un pequeño grupo de personas de enorme riqueza domina el mundo y está por encima del resto de la población, lo cual aparece expresado de forma literal: no hay más que ver dónde vive Laurens Bancroft, el multimillonario interpretado por James Purefoy en la serie que nos ocupa o recordar dónde lo hacía el propietario de la Tyrell Corporation en Blade Runner (Ridley Scott, 1982). No hace falta un estado totalitario con un dictador al frente, basta con dejar sin freno al capitalismo. Que esa casta manda sin necesidad de gobernar se hace explícito a lo largo de la serie: tienen comprados a gobernantes, la judicatura o a las fuerzas del orden porque el dinero lo es todo. En otras ficciones, este capitalismo desenfrenado ofrece otras opciones: en el primer y muy recordado Robocop (Paul Verhoeven, 1987) veíamos como la policía y las llamadas fuerzas del orden (¿de qué orden?, ¿del orden de quién?) estaban en manos de empresas privadas, aunque esto ya no nos parezca ciencia ficción.
Hemos visto una pequeña vinculación de la serie con Blade Runner pero no es la única. Ahí tenemos el tono de cine negro, sección hardboiled, sobre todo en la caracterización del personaje principal, allí Deckard, aquí Kovacs. También el diseño del mundo en 2384 recuerda mucho al de la película: inmensos y altísimos edificios, luces de neón por doquier, falta de luz, calles abarrotadas. Todo ello da lugar da lugar a imágenes urbanas abigarradas, llenas de gente, objetos, destellos, etc. Probablemente es inevitable. La propuesta de Blade Runner es tan rotunda y tan verosímil, parece tan natural una evolución así de nuestras ciudades (de hecho, algunas de esas imágenes ya existen en nuestro presente), que resulta prácticamente imposible sustraerse a ella. Pero tampoco Blade Runner surgía de la nada; bebía, entre otras fuentes, de Metrópolis (1926), la extraordinaria película de Fritz Lang.
En cualquier caso, Altered Carbon tiene personalidad propia y pronto se separa de la película de Scott. Además es mucho más sucia, violenta y cínica. En general, la serie ha sido recibida con división de opiniones, lo cual no es extraño, no es una obra rotunda. Tiene aspectos de muchísimo interés frente a algunas debilidades, principalmente de guion. Aunque en todas las opiniones se destaca sin vacilar el magnífico trabajo de ambientación. El diseño de producción, tan importante en el género, ha triunfado merecidamente.
Si tienes diez horas de ficción por delante las posibilidades de desarrollar un mundo futuro creíble y bien explicado son muchas. Esto, la duración, parece ofrecer a las series de ciencia ficción ciertas ventajas. Ya no hacen falta esos larguísimos letreros al inicio explicando que estamos en el año tal en el mundo cual, en el que se ha desarrollado una tecnología que bla bla bla. Puedes gastar tiempo en contar todo eso, amueblar bien tu universo, llenarlo de detalles, dosificar la información y permitir que el público vaya descubriendo por sí mismo la naturaleza de ese futuro propuesto. Cierto es que si no ofreces espectáculo, que en este caso quiere decir una buena ambientación y efectos especiales vistosos, corres el riesgo de que la audiencia se impaciente y decida que pasa de tu serie porque no entiende lo que se está contando. Y si algo sabemos es que el público de las series es, mayormente, muy impaciente. Es una de las características, o mejor dicho, uno de los problemas del consumo televisivo actual. Hay demasiadas series, demasiados estímulos y las horas del día son finitas. Venga, va, dame lo que quiero ya; no pierdas el tiempo que me esperan otras veinte series. Se juzga con un único capítulo y las redes y los blogs ipso facto comienzan a llenarse de opiniones fundadas en la primera, rápida y generalmente poco meditada impresión de una pequeña parte de la obra completa. Es uno de los males del capitalismo: consume, consume, consume sin reflexionar.
Algo de esto le ha sucedido a Altered Carbon, teniendo en cuenta, además, que las expectativas eran altísimas. Las ha cumplido con creces respecto a la espectacularidad y algo menos en lo que se refiere a la historia y todavía no sabemos si hay segunda temporada. En cualquier caso, en su visión del futuro contiene suficientes elementos de interés y para la reflexión acerca de cómo es nuestro presente. Eso que la buena ciencia ficción siempre ofrece.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame