El pasado lunes, la Guardia Civil informó de que había detenido a un hombre en Dolores por cobrar durante siete años la pensión de su madre muerta. Supongo que para cometer un delito así hay que estar hecho de una pasta especial. Y fría. No por el hecho de saltarse todos los controles administrativos que, en los niveles más bajos, parecen despertar el scotlandyardismo que cada inspector del fisco lleva en su interior. Sino por la cuestión sentimental del asunto. Tampoco es que haya que ser un genio del mal, el Moriarty de la Vega Baja. Imagino que el hombre lamentaría la muerte de su madre, lloraría en soledad durante un par de noches, aliviaría el luto batallando contra el papeleo de los entierros. Y el primer día de cobro, quizá ni siquiera ese, sino en una revisión rutinaria de la cuenta corriente, notaría el ingreso de la Seguridad Social y callaría. Al fin y al cabo, el silencio es la principal herramienta de los ladrones de guante blanco. Puede que incluso mirara hacia los dos lados de la calle desde el cajero automático del banco, sonriera con la maldad de un muchacho de doce años y escupiera por un colmillo sintiéndose el malvado Carabel. Puede que sea un señor del hampa, que la imaginación da para mucho. La cosa tampoco es para tirar cohetes, pensaría. Tras 82 meses, a apenas dos de tener que comprar flores para renovar el nicho familiar por séptima vez, había cobrado 34.600 euros que no le correspondían. Ya les hago yo la cuenta, 422 euros al mes de pensión no contributiva. Que es justo la cantidad con la que muchos de nuestros mayores cruzan el abismo de los 30 días sobre un alambre y sin red. Y a veces, ni eso.
Tengo medianamente claro qué hacía la madre con ese dinero. Milagros. No me atrevo a pensar en qué lo empleaba el hijo. Quizá lo necesitaba de verdad, para mantener viva una hipoteca, para devolver un préstamo agrario, para afrontar con mediana holgura un gasto excesivo. Quizá lo acumulaba como colchón para cuando le llegara el momento de mirar las obras desde el otro lado de la valla, que es algo que no hace la mayoría de los jubilados que conozco. Quizá se lo gastaba en whiskies con guarnición, algo muy habitual en según qué locales de aquella zona. Quizá se pegaba un homenaje con sus compañeros de dominó una o dos veces al mes, a los que invitaba a un arroz con caracoles o con alcachofas en Los Quincenos de la Daya Vieja. Quizá lo invertía en tiempo, que es la única manera que merece la pena de sacarle rendimiento al dinero. Quizá lo único para lo que le valía la exigua pensión de su madre era para tener una historia que contar. Y no me refiero precisamente a confesar entre amigos la jugada maestra que se le había ocurrido aquella mañana en que miró la libreta y descubrió el ingreso traspapelado, aquel rabo de nube del Pacto de Toledo. Cuatrocientos euros al mes pueden constituir la diferencia entre ahogarse cada noche o respirar cada mañana.
Sea como sea, nuestro Moriarty de la Vega Baja se jugó la limpieza de sus antecedentes penales por 400 pavos mensuales. Y siete años después, perdió. Que es lo que debería suceder con todos los que juegan al escondite con el dinero de los demás. Salvo en los casos en que a los delincuentes, en realidad, no les hace falta.
@Faroimpostor