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crítica de cine

'1917', la gran sorpresa de los Globos de Oro: épica sin héroes

10/01/2020 - 

VALÈNCIA. Después de dirigir dos de los mejores episodios del últimos James Bond, Skyfall (2012) y Spectrum (2015), Sam Mendes decidió embarcarse en el que quizás sea uno de sus proyectos más personales, el drama bélico 1917. 

Por primera vez ha escrito el guion de una de sus películas (junto a la joven promesa Krysty Wilson-Cairn), y lo ha hecho basándose en algunas de las anécdotas que le contó su abuelo, el cabo Alfred H. Mendes, durante la contienda. Debido a su baja estatura fue elegido para ejercer la labor de mensajero en el Frente Occidental, así que se jugó la vida transportando misivas de un lugar a otro, sin más gloria que conseguir que ese recado llegara a tiempo al lugar correcto. 

Ese fue el germen para construir la historia: una orden superior y dos soldados que han de cruzar Tierra de Nadie para impedir que se desate una emboscada en el que todo un batallón está condenado a perder la vida con toda seguridad. 

El director no quería contar una gran batalla, tampoco hazañas heroicas, sino poner el foco en aquellos soldados que pasan desapercibidos en medio de un pelotón y que tienen que llevar a cabo acciones que no encontraremos precisamente en los libros de historia. 

Para ello, decidió aplicar una perspectiva inmersiva dentro del terreno para que el espectador pudiera sentir lo mismo que los protagonistas, el miedo, el horror, la masacre. En definitiva, que la experiencia fuera impactante y totalmente diferente a cualquiera que hubieran sentido previamente viendo una película bélica. 

Y es que la guerra se ha contado desde todas las perspectivas posibles y ha dado obras maestras incontestables. De hecho, resulta curioso que continúe siendo uno de los géneros que más siguen evolucionando a través de diferentes prismas, como se puede apreciar en muestras recientes como Dunkerque (2017), de Christopher Nolan. En este caso, Sam Mendes opta por utilizar la técnica para sumergirnos en esta aventura casi homérica a través de un plano secuencia que no esconde su naturaleza virtuosa.  

Desde los primeros minutos acompañamos a dos jóvenes soldados, Schofield (George MacKay) y Blake (Dean-Charles Chapman) en su recorrido por los ajetreados fosos hasta llegar al cuartel de mando donde les espera el general Erinmore (Colin Firth) para encomendarles una misión prácticamente suicida, atravesar toda la línea de fuego para detener un ataque en el otro lado de la batalla que es una trampa de los alemanes. 

Mientras Blake tiene un motivo para lanzarse a acometer el encargo (su hermano se encuentra en ese destacamento), Schofield se muestra desde el principio consciente de lo difícil que les será llegar a salvo. 


El director maneja con pulso firme la tensión del relato, poniendo de manifiesto que la línea entre la vida y la muerte es muy fina a cada paso que dan. Se trata de un recorrido episódico en el que no hay lugar para el descanso, en el que la fisicidad se vuelve cruda evidenciando la truculencia de un escenario casi apocalíptico. De hecho, casi podríamos decir que su camino por Tierra de Nadie se asemeja a una película de terror, con montones de cuerpos de hombres y animales en estado de descomposición, plasmándose de manera muy sensitiva todo este escenario hasta el punto de que casi se puede imaginar el olor de la carne putrefacta. 

El hedor de la muerte se encuentra presente en ese mar de cadáveres mientras los protagonistas se hunden en el barro, se desgarran la piel con los pinchos de las alambradas y se encuentran con ratas del tamaño de gatos hambrientos y rabiosos. Cada parada es una trampa mortal, pero es imposible quedarse quietos, incluso en el lugar que parece más seguro. Lo que había sido una campiña inglesa de origen ganadero, se ha convertido en un espacio de muerte y destrucción del que no hay escapatoria. 

Esta sensación de asfixia en medio de un paisaje primitivo es capaz de recrearla Mendes a la perfección a través del punto de vista inmersivo, pero uno de los hándicaps de la película reside en olvidarse de la cámara cuando ésta se convierte en todo momento en auténtica protagonista. Son muchos los directores que han utilizado este recurso con diferentes intenciones, desde Alexander Sokurov en El arca rusa a Alejandro González Iñárritu en Birdman o la película alemana Victoria, de Sebastian Schipper, por poner algunos ejemplos. Siempre hay discretos cortes, aunque en el caso de 1917 el más importante es un fundido a negro que nos introduce en otra dimensión en la que no sabemos si el personaje de Schofield está vivo o muerto. Un aliento poético se introduce en medio de ese entorno espectral en el que todo lo que ocurre no parece real sino fruto de una pesadilla. Es quizás, su la parte más hermosa del filme.  

1917 es en cierto sentido una propuesta casi artesanal a pesar de todo el dispositivo formal sobre el que se sustenta. Sin embargo, Mendes no renuncia a la parafernalia visual (apoyándose en el extraordinario trabajo del director de fotografía Roger Deakins) y a la utilización de la banda sonora de Thomas Newman para subrayar la emoción cuando le conviene. Sabe que aquí ha venido a lucirse. 

Por eso a algunos 1917 les parecerá una obra maestra, tiene elementos suficientes como para hacerse pasar por ella, aunque en realidad diste mucho de serlo. Otros encontrarán un espectáculo un tanto vacío y pretencioso. En todo caso, es una buena película repleta de imágenes poderosísimas. 

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