Valencia Plaza

Un cuento para cada problema

El brioche, Hitler y una historia sobre la paella

Una historia (gastronómica) insospechada acerca de la identidad y la memoria

El otro día le pregunté a mi hijo:

- ¿qué has comido en el colegio?
- hervido madrileño, me contestó.
- será cocido madrileño, repliqué, entre risas.
- ah, no, pues entonces hervido solo.

Sirva esta anécdota -que a mí me causó gran hilaridad y a mi hijo extrañeza por lo festivo de  mi reacción ante un simple error lingüístico-, para demostrar la cantidad de connotaciones culturales, sociales, históricas y hasta políticas que caben en un plato. Al menos para un adulto.

Y es que nos contamos a través de lo que comemos, nos identificamos con lo que comemos, nos construimos a partir de lo que comemos.

La revolución francesa bien podría explicarse a través de una humilde barra de pan, tan cara y escasa entonces para la mayoría que, por contraste con la cantidad de exquisiteces con las que se atiborraba la élite tras los muros palaciegos, llevó al pueblo a rebanar cabezas, ya que hogazas no había.

O a través de la mítica frase, entre malévola e ingenua, que le atribuyen a María Antonieta, y que resultaría premonitoria: Si el pueblo no tiene pan, que coma brioche.

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