En invierno el puerto de Santa Pola amanece –amanece para los civiles, los pesqueros llevan horas faenando, no se rigen por el horario de los turistas somnolientos– abrazado por una pastosa niebla. Lo siniestro y lo terrible. Lo ominoso, como categoría, en la cofradía de pescadores empalidecida por una luz que no se corresponde a la Costa Blanca.
Boyas, nasas, bicheros. Una gaviota graznando. Cajas vacías, cajas rotas, cajas astilladas. Redes, anzuelos, un trozo de poliestireno. Una carnada partida, norayes, anclas. Hilo, fueloil, un pescador salta de la lancha con el móvil en la mano. Aparejos de chiripa, aparejos de medio fondo, aparejos quebrados. Trastos, cachivaches, mugre. La lonja cerrada. La heladería cerrada. La tienda de souvenirs cerrada. Tres empresas de taxis acuáticos cerradas. Quedan dos para salvar los 8 km que hay a Tabarca.
La única isla poblada de la Comunidad Valenciana tiene dos partes: en la vacía crecen matorrales de marrubio, amaranto y espergularia. En medio hay un faro de tres pisos con el cercado destrozado. La planta baja es una casa y parece que sus habitantes han salido por patas. 60x120 cm de espuma envuelta en acrílico azul con flores blancas, un colchón infantil agujereado al lado de una escalera abierta. Un sofá cochambroso fuera de lugar. Dibujos arrugados en el suelo, ninguno es de la familia de fareros.
En el núcleo urbano, Nueva Tabarca, hay aproximadamente 13 restaurantes. De una paella de marisco a otra los precios difieren 15 pavos por persona. El mantel añoso y las cartas macilentas son iguales. En ellas, fotos a la vez sobresaturadas y descoloridas de arroces (negro, a banda, seco de lechola, de gallina, meloso de bogavante –personalmente, junto al foie gras en la paella, el arroz de bogavante me parece sobrevalorado, arribista, sucedáneo de caviar–). Del personal de un restorán al otro sí que se va un mundo. Yo me quedo con Manuel Ramos, de Casa Ramos.